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Emigrar
de Venezuela ha sido para muchos un divorcio forzado, pero vale la pena si la
repartición de bienes devuelve calidad de vida. Un mejor salario y algo de paz
mental le pueden costar a un emigrante venezolano su carrera universitaria o su
verdadera vocación. Aunque no denigran sus nuevos oficios, cuatro de estos
profesionales cuentan cómo tuvieron que olvidarse de su currículo para empezar
a hacerse un lugar fuera de su patria
Magdiel
González: de actor a “garçon”
El
ego pesa más que las maletas de los emigrantes que salen de Venezuela, por eso
Magdiel González quiso aligerar la carga y llevarse solo su talento artístico
como equipaje de mano. Cuando el
protagonista de la película El Desertor decidió abrirse camino fuera de su
patria, utilizó las herramientas de la actuación para absorber cada experiencia
vivida. “Apliqué en las páginas web de varios lugares para buscar trabajo o
para hacer teatro. Primero salió el chance de ser copero —encargado en un
restaurante o comedor de limpiar platos—y fui interesándome de la cocina.
Aprendí a hacer café y varios platos, pero no pretendía estar mucho tiempo
allí, a menos que hubiese querido escribir una obra de un chef. Quería estar en
contacto con la gente, así que pasé a ser garçon, o sea: mesonero”.
Convirtió
al Café Vainilla de Santiago de Chile en su escuela. Cada cliente que entraba
era un personaje que escondía una historia, cada una con un acento distinto.
Dominicanos, argentinos, colombianos, de todos rescató algo, y las vivencias lo
inspiraron a escribir una obra. “Ya se está gestando en mi cabeza y
computadora. Todo comenzó por una clienta recurrente al local a la que siempre
se le olvidaba algo: su cartera, un lápiz, los lentes. La trama se centra en el
olvido como una forma de evasión”.
Fue
su interés por hacer un máster en dramaturgia, además de la crisis de
Venezuela, lo que lo llevó a otras latitudes. “No siento que me fui para
siempre de mi país. Quiero evolucionar y compartir con mi gente las cosas que
aprenderé”. Por los momentos, la brújula artística de Magdiel apunta un poco
más al sur. La semana del 19 de septiembre de 2016, partió a Buenos Aires, pero
noches antes de despedirse de Santiago de Chile, convirtió al Café en el que
fue mesonero en su escenario. “Me despedí del local presentando mi obra Siervo,
la cuál espero poder montar en Argentina también. Sé que lo lograré, me voy de
nuevo sin garantías de nada, solo con las ganas de seguir aprendiendo y la
certeza de que volveré a mi Mérida natal”.
Mientras
regresa al país, el actor venezolano mostrará su cara en la pantalla grande de
2017 con un papel protagónico en las película Infección y uno secundario El
Silbón.
José
Márquez: de periodista a “mozo”
José
Márquez pasó de anotar en su libreta declaraciones de artistas para tomar el
pedido de clientes que visitan un café de Buenos Aires. El periodista hizo su
labor de investigación antes de comenzar a trabajar como mozo: leyó artículos
referentes a cómo ofrecer un buen servicio, diferenció los tipos de café en
Argentina, los nombres de los platos y cómo reducir el impacto en la salud de
situaciones como estar 10 horas seguidas de pie —su nueva rutina.
Su
viaje comenzó con un post. “Cuando me di cuenta de que ganaba sueldo mínimo
siendo periodista con ocho años de experiencia y firmando para El Universal,
escribí en Facebook una comparación que, ahora que lo pienso mejor, me parece
odiosísima, pero cierta: “¿Cuál es la diferencia entre ser mesonero en otro
país y ser periodista en Venezuela? Que afuera puedes comprar papel sanitario”.
Con
dos meses fuera, además de conseguir artículos de primera necesidad, dice que
con su salario puede pagar un alquiler compartido y hacer un buen mercado
trabajando tres días a la semana en un café. “Debo confesar que pensé que
encontrar empleo como periodista sería más rápido, pero pasó más de un mes y
nada. Entonces me puse nervioso por la renta, armé un CV y empecé a entregarlo
en hoteles y restaurantes”, cuenta por correo electrónico quien tuvo que
reinventar su estrategia, pues de una vez le decían que estaba sobre calificado
para cualquier cargo.
“Volví
a casa e inventé todo un CV de atención al público que jamás he tenido. Eliminé
de mi hoja de vida casi todo lo que había hecho como comunicador social.
Literalmente borré parte de mi historia”, afirma Márquez quien desde el primer
día en su nuevo oficio demostró su falta de experiencia. “Yo estoy acostumbrado
a trabajar bajo presión, pues he hecho carrera en periódicos, pero esto fue
mucho peor porque no tenía idea de lo que estaba haciendo. Fue como acabar de
nacer y que te pidieran que corrieras una maratón. Ese día llegué a casa y
lloré como no lo había hecho desde que vi por última vez a mi familia y amigos
en Maiquetía”, dice.
Los
días siguientes a ese fueron mejores. “Creo que la humillación que uno
experimenta viviendo en la Venezuela de hoy, haciendo colas para comprar comida
o rogando que no te maten en la esquina, elimina cualquier ego. Claro que me
encantaría leer mi nombre otra vez en un medio, pero creo que todo tiene un
tiempo. No me vas a creer, pero el solo hecho de que tengas empleo y puedas
pagar tus cuentas te da una tranquilidad y felicidad hermosas”.
Cada
cliente que entra por la puerta del café es un hallazgo para el periodista. “En
este trabajo tengo un aprendizaje constante; he descubierto historias
interesantísimas y gente increíble, tanto argentinos como de todo el mundo.
Puedo practicar mi inglés y portugués. Y tener experiencias reconfortantes como
la vez que una colombiana, cuando le comenté que soy venezolano, me abrazó y me
dijo ‘qué bueno encontrarte aquí, somos hermanos’. A mí no me da pena ser mozo.
Pena me daría robar o apoyar a Nicolás Maduro. Aunque eso es redundante”,
concluye.
En
Google hay tutoriales de cómo planchar adecuadamente. Esos videos fueron los
que consultó Bernardette Casimiro, abogada egresada de la Universidad Central
de Venezuela (UCV), cuando llegó a Londres, ciudad donde, luego de que Cadivi
le negara la renovación de su cupo de estudiante, tuvo que buscar ingresos como
niñera.
Era
una especie de Mary Poppins sin experiencia, pues en Venezuela ejerció como
Gerente General en un Aliado Comercial Digitel y también fue Asistente
Administrativo- Legal en una compañía asociada a Movistar-Telefónica. “Nos
encargábamos de la obtención de permisos y contratos de arrendamiento, venta,
etc., para la colocación de antenas por parte de la telefonía. Después trabajé
en una escuela de aviación como asistente legal”.
El
mundo de las telecomunicaciones en Venezuela se vino abajo y la joven se fijó
como nuevo destino Londres. “Sin la posibilidad de obtener divisas y con un
inglés muy malo, empecé a buscar un empleo en el que el idioma no me afectara,
cosa de la que aún me arrepiento. Así que conseguí en primer lugar como cleaner
—encargada de limpieza—, verme limpiando un baño de rodillas y que la persona
que entrara no me determinara, no me mirara, ni me saludara, me pegaba
bastante. Limpiaba habitaciones en residencias estudiantiles. Actualmente soy
nanny”.
La
joven considera que el cambio ha sido abrumador. “Me sentía atrapada en lo que
quería hacer y lo que debía hacer. Sinceramente he llorado como nunca. Cuando
salgo de paseo con los bebés, muchas de las mamás, creyendo que soy la madre de
los niños a los que cuido, hablan un largo rato con placer… hasta que les digo
que soy la nanny. Entonces, ponen cara de asco y se dan media vuelta. Juro que
esto es literal, increíble pero cierto. Al principio me costaba tanto
entenderlo, pero ya he aprendido que aquí las mamás de dinero, esas que no
hacen nada comúnmente, son así”.
Un
currículo así no es garantía de nada cuando la aventura migratoria empieza en
una ciudad como Nueva York. “Allí empecé a trabajar en un restaurant como
‘busboy’ —quien se encarga de limpiar los platos sucios, no de servirlos. Luego
de ver varias promesas incumplidas, tomé un vuelo para Los Ángeles. Pasé por
varios sitios antes de empezar a trabajar como encargado de limpieza en el
hotel donde estoy”, comenta quien tiene el turno de la madrugada, desde las
12:00 am. hasta las 7:00 am.
“Es
un hotel en el que casi todos los días hay fiesta de gente que bebe hasta dejar
el alma regada en el piso. No hay noche que no piense que realmente no debería
estar haciendo esto. Pero luego recuerdo que allá en Venezuela, aún con mi
puesto de Coordinador, perdía horas de mi vida para ver si conseguía algo de comida.
Acá, luego de limpiar los excesos ajenos, llegar a descansar y pasar la
sensación de trasnocho, puedo ir, bajar al mercado y comprar lo que quiera sin
limitaciones”, dice.
El
precio lo paga el ego. “Me afecta cuando el personal del hotel se refiere a mí
como ‘el chico de la limpieza’. No porque sea algo que carezca de virtud, sino
porque sabes que realmente no eres el chico de la limpieza. Es como en las
películas, donde el protagonista está pagando penitencia, hasta que algo pase y
la fortuna cambie”.
Los
encargados del hotel se han dado cuenta de las habilidades de Eustoquio. “Me
piden ayuda para traducirle información a los huéspedes, ver que le pasó a la
impresora, etc. A los tres meses de estar en el trabajo me ofrecieron un cargo
de supervisor, pero tuve que declinarlo porque mi situación legal no está
definida. Los abogados son caros. Ese tema me está dejando calvo
aceleradamente. Lo más doloroso: no tener a tu familia cuando necesitas un
abrazo. Perderte los cumpleaños o momentos importantes. No saber qué responder
cuando tus sobrinos preguntan: ¿cuándo regresas?”.