Crónica. ALJER.
Existen historias tristes y lúgubres que
uno desearía no fueran reales. Historias absurdas que exponen el lado oscuro y
abominable de algunos seres humanos; que cegados por un odio visceral e
intrigas son capaces de cometer las peores acciones sin un mínimo de
arrepentimiento.
Esto sucedió hace mucho tiempo, lugar
Hato La Rubiera, propiedad de Tomas Genaro, exactamente el 27 de diciembre de
1.967, en las cercanías del campamento indígena de la comunidad El Manguito,
sector del Capanaparo. Desde tiempos ancestrales esta zona ha sido el
asentamiento de tribus indígenas, razas que han ido despareciendo con el
tiempo, quedando solo vestigios de lo que un día fueron. Es inadmisible que
teniendo los pueblos originarios todo el derecho patrimonial de ser amos y
dueños de sus tierras, hallan pasado en gran número a ser sobrevivientes y
mendigos desplazados; condenados a una vida mísera en los centros urbanos, en
donde además de ser víctimas sociales, aún son observados y catalogados como
seres inferiores, vistos con indolencia por propios y extraños.
Recopilación de la historia real de Lila
princesa cuiva del Capanaparo
En los linderos del Hato La Rubiera, se
asentaba una comunidad de la casta nómada cuiva, en ella vivía una hermosa
princesa india de nombre Lila. Su belleza natural era como un regalo de sus
dioses tribales. De ojos claros y cabello azabache, era la joven más hermosa
del Capanaparo. Hija del capitán Antonio, indio guahíbo defensor de los
derechos de su pueblo. Ya su valentía le había ocasionado enfrentamientos con
el encargado del hato llamado Marcelino Jiménez. En cierta ocasión, este
Marcelino junto a un grupo de seis peones visitaron al campamento. Todos
observaron con miradas impúdicas y lujuriosas a la hermosa joven india. Al
momento, el encargado queda prendido de la hermosura de aquella doncella,
tratando por diversas formas de obtenerla de la forma que fuera, llegando al
punto de ofrecerle al capitán Antonio (padre de Lila) una gran cantidad de
dinero, que el viejo jefe indio rechazo con dignidad y valentía.
Lila estaba comprometida con un indio
jiwi, de nombre Santos Luzardo, mote como el protagonista de la novela doña
Bárbara; raro nombre para un indio. Su mentor debe haber sido algún prototipo
de Rómulo Gallegos con afán civilizador o algún religioso tipo profeta Enoc en
labor de evangelización por esos montes y sabanas alto apureñas, nunca se supo.
Santos indio trabajador y recto, se había ganado el corazón de la doncella, y
en una noche de luna clara y estrellas bordadas en el firmamento, se
comprometieron en un ritual indio con el permiso del padre de la joven.
Al enterarse de esto, Marcelino Jiménez
encargado del Hato, entro en furia desmedida. No podía aceptar que la joven
hubiera preferido a un humilde jiwi de buen corazón, que a él. El odio fue
alimentando su alma día a día, al punto de decidir que si la hermosa cuiva no
iba ser suya, tampoco iba ser de nadie. La decisión estaba tomada.El siniestro
encargado, hombre corpulento y rudo, comisiona a tres de sus vaqueros para que
se dirijan al campamento indígena, con la oscura misión de invitar al padre, al
prometido y a otros indios al hato, para así obsequiarles alimentos y
suministros. Pero todo era un engaño. Algo malo estaba en puerta.
El 27 de diciembre de 1.967, antes del
crepúsculo llega el grupo de indígenas al Hato La Rubiera. Nefasto día que será
recordado con abominación. Estando ya en el mismo, el encargado les dice a las
cocineras:
-María Elena, Gregoria: sírvanle comida
a los indios que deben venir hambreados estos perros infelices.
Las mujeres, ignorantes y temerosas
sirven la comida en una mesa de madera de cedro, larga y grande. El encargado y
otro caporal hacen pasar a los indios y cierran la puerta. Todo sucedió de
pronto. Marcelino vociferó con voz áspera !Mátenlos a todos! y ocho verdugos
salieron detrás de él, desde la despensa, con los revólveres y los machetes con
sus filos de acero en alto, trastornando el aire con los gruñidos de la muerte,
apurándola con sus aguijones y látigos. Mientras; la mirada del capitán Antonio
se disolvía en una nube de pólvora rabiosa, y a su derecha Santos Luzardo caía
con la frente tronchada por un machetazo, y los demás indios entre torbellinos
de sangre. ¿Por qué hacen esto?, ¿Alguien podrá decirme por qué? ¿por qué?
preguntaba el moribundo capitán.
No hubo respuestas, solo sangre y muerte
con un saldo aterrador: 17 indios cuivas asesinados vilmente con plomo y
acerosos machetes. Seguidamente, las cocineras como si nada hubiera ocurrido
sirvieron la cena a la puerca de los míseros homicidas, y estos como si nada
brindaban con brandy y ron por el dantesco suceso. A la mañana del día
siguiente se dispusieron a esconder los cadáveres de los aborígenes, ataron los
cuerpos por parejas a las colas de cinco monturas y se fueron a un claro de
sabana (Calseta) donde hicieron una fogata. Los cuerpos inertes ardieron más de
un día. Al cabo de dicho lapso los restos de las víctimas fueron revueltos con
los huesos de vacas y bestias muertas, para así evitar que se identificaran los
esqueletos humanos. Sin embargo, dieciocho días después los genocidas fueron
detenidos por autoridades colombianas, habían cruzado la frontera tratando de
seguir evadiendo a la justicia.
Dos indios sobrevivientes: Antukos y
Ceballos, narraron lo sucedido. En cuanto a Lila, la princesa cuiva, presa de
tanta tristeza y dolor, desapareció en la inmensidad del Capanaparo. Hasta el
día de hoy, los cuivas recuerdan este hecho infame. Con los años se formó una
leyenda, muchos son los que afirman que en días de noviembre y diciembre
aparece una joven muy hermosa por esas sabanas, envuelta en una manta blanca,
vagando como perdida, como en búsqueda de su gente. Para los cuivas es la
Princesa del Capanaparo, para otros solo imaginación indígena.
Este caso conmocionó a la opinión
pública colombo-venezolana. Según los diarios de la época, al ser interrogado
los asesinos el porqué de su crimen, estos afirmaban: “No sabíamos que era malo
matar indios, no sabíamos que era malo “guahibiá”. ¿Y saben ustedes que
significa esta palabra? simboliza exterminar indios. Esta práctica se impuso
desde la colonia en donde se estigmatizo a los aborígenes de la forma más
macabra e innoble. Algunos colonos, no bastándoles con despojarlos de sus
tierras enseñaban sus descendientes a odiarlos, a mirarlos como dañinos, por lo
que guahibiá era una práctica común y disimuladamente permitida.
En cierta ocasión (hace muchos años)
quien escribe (ALJER) en una visita de trabajo a la zona tribal, intrigado por
estos acontecimientos, pretendí confirmar su veracidad. Ayudado por un amigo
con dominio del dialecto cuiva dialogamos con los más ancianos del campamento,
corroboramos con tristeza la exactitud y el realismo de los sucesos. Solo nos
quedó, bajar la mirada, sentir tristeza, pena y vergüenza por lo que pueden ser
capaces de hacer algunos seres supuestamente humanos y racionales. Lo publicado
no es un cuento, es una historia real que jamás debe repertirse de ninguna
forma.Nuestros hermanos indígenas merecen el respeto y la valoración como
ciudadanos dignos de nuestro país y del mundo. Se ha progresado en la defensa
de sus derechos, pero falta mucho por hacer, por integrarlos dignamente a la
sociedad y por brindarles verdadero apoyo en sus medios y escenarios naturales.
Para finalizar, dejo parte de una
recordada canción llanera, que tuve la oportunidad de oír muchas veces en las
voces de mis amigos: Armando Hernández (El Clarín de Apure) y Aristóbulo
Carreño. Quise anexarla por la sentida letra dedicada a nuestros hermanos
indígenas. Saludo fraternales para todos.
Tristeza India.
Indio sentirse muy triste,
Despojado de sus tierras,
Aquellas que un día habitara.
Indio ya no sacar nada
De caño, rio y laguna
Solitario en su curiara.
Pero no importa,
Cogeré el arco y la flecha
En mi canoa al garete
A canalete y palanca.
A palanca y canalete
Para buscar el vivir
De mi gente pura y sana.
Yo también querer tener
Cartilla para leer
La tabla por la mañana.
Yo también ser
Hijo de América Hispana
En donde todos vivimos
Con diferencias marcadas
Sangre recorre mis venas
Yo también soy raza humana.
ALJER.