Crónica. ALJER. Alto
Apure.
SEMANA SANTA EN
BURÍA ©
(Cuento
llanero)
Por:
ALJER
Preámbulo
La
riqueza cultural llanera adquiere forma corpórea desde su “Ab orīgine” debido a
la dosis de imaginación picaresca aportada por el hombre del llano. Esta
realidad aunque abstracta sumada a lo verosímil, va conformando un espacio
tridimensional cuyos resultados son las creencias, costumbres y mitos, o lo que
es lo mismo: La Espiritualidad Llanera. De esto se desprende el conocido
apotegma: El hombre construye su cultura, sin embargo, al mismo tiempo, la
cultura construye al hombre. Según la hermenéutica alípeda estas cimentaciones
o influjos viajan en el tiempo, evolucionando, nutriéndose y moldeándose, a
través de los siglos, con una multiplicidad de denominaciones y percepciones.
Eso en parte es la llaneridad alto apureña, mixtura entre lo imaginario y real.
“SEMANA
SANTA EN BURÍA”
Sabanas
del Alto Apure
tierra
de muchos encantos
donde
acechan los espantos
en
noches de prietas nubes.
Que
el jinete se apresure
por
llegar a su destino
ya
un coro de aguaitacaminos
lo
va musitando el viento
como
pregón de un lamento
en
lo oscuro del camino.
Sabanas
del Alto Apure
donde
el Cristofué con su canto
va
anunciando los días santos
en
las ramas del merecure.
Que
el llanero se asegure
de
llevar su por si acaso
la
ración que sean pedazos
de
carne seca y panela
la
cacería será buena
en
Semana Santa el gustazo.
El
siguiente relato llanero tiene como escenario las sabanas de Buría, a pocos
minutos del pintoresco pueblito La Trinidad de Orichuna estado Apure,
específicamente en la cercanía de la “Y” de Daico, en el fundo “Mi Querencia”
propiedad de don Ramón Castillo y su esposa doña Chepa Colmenares.
En
el llano alto apureño es costumbre arraigada que al llegar la Semana Santa, las
faenas llaneras entran en receso para dar paso a la preparación de comidas
típicas, entre ellas: el pisillo de chiguiere, guiso de galápago, morrocoy
empantalonao y buñuelos; así como a la elaboración de una variedad de sápidos
enmelados como el dulce de lechosa, la jalea de mango, el arroz con leche, el
majarete, el carato, acompañados sobriamente por la infaltable chicha criolla,
exquisiteces que hacen despertar la gula hasta de los menos dados a la
gastronómica vernácula.
En
los hatos y fundos ubicados en las extensiones del Alto Apure la llegada del
triduo pascual se convierte en días de regocijo, de encuentro y compartir
familiar. El ambiente del llano es único y más en esos días mártires. En el
fundo “Mi Querencia”, sus dueños estaban muy regocijados por la llegada de sus
hijos, nietos y amigos, provenientes de diferentes partes del país, quienes
anualmente para la fecha visitan a los viejos durante el asueto religioso.
Dice
un adagio popular: En la fiesta de Cristo, no puede faltar el malo. Resulta que
entre los nietos de los patronos, estaban dos zagaletones aficionados en
extremos a la pelea de gallos, esta costumbre es una de la más prevalecida en
la geografía apureña. Su origen tiene connotación milenaria, existe
documentación fehaciente de que en China se efectúan estas riñas hace más de
2500 años y, anterior a esto, ya en la Roma Mediterránea eran celebradas con
fines místicos, luego serían los conquistadores españoles los encargados de
esparcirla en el nuevo continente.
El
mayor de aquellos muchachos (de unos 12 años) de nombre Ramón Eduardo (homónimo
en honor a su abuelo) había llevado para el fundo un gallo de pelea del cual se
jactaba y fanfarroneaba diciendo: Mi gallo zambo es un fenómeno camarita, enrazado
con águila real y gallo español, tiene doce peleas sin perder, no tiene rival,
entre otras presunciones gallísticas.
El
jueves santo en horas de la tarde parte de los invitados descansaban y
charlaban bajo las sombras de los mángales y guamos que habían en el extenso
patio del predio. Esto lo aprovecharon Ramón Eduardo y el grupo de muchachos
para irse detrás de un topochal que, estaba por la parte trasera de la casa y,
así convenir una pelea improvisada entre el famoso gallo zambo y el no menos
famoso pataruco o padrote viejo de doña Chepa.
Pactaron
la riña sin el acuerdo previo de los contendientes. Al momento empezó a oírse
en baja voz (para no llamar la atención):
-Al
zambo voy, al pataruco voy, van mil, van dos mil (y ninguno con plata) apuestas
de boca, apuestas de muchachos.
Habrían
transcurrido tres minutos de la riña cuando el zambo atina un artero espuelazo
en el gañote del pataruco, en el remate lo terminaría de desgargantar sin
ninguna compasión. La sangre empezó a fluir con efervescencia sobre la tierra
vegetal, hasta allí llego la pelea, hasta allí llegó don pataruco. Recojan su
gallo muerto dijo Ramón Eduardo. Estando seguros del fallecimiento del ave
combatiente ocurre la reacción de los jóvenes, pero ya era muy tarde. Acordaron
enterrarlo y callar para siempre lo sucedido a sabiendas que, si alguien se
enteraba, el castigo que recibirían seria por partida doble (el de los padres y
los abuelos). De antemano ya sabían cómo eran los flagelos con don Pedro
Moreno, en mención a un grueso rejo de cuero seco colgado sobre un negruzco
clavo de acero en una esquina de la casa, el decir era: don Pedro el que quita
lo malo y pone lo bueno.
Mientras,
en la cocina, las mujeres preparaban los alimentos alegremente dando rienda
sueltas a sus cuentos y chistes, unos verdaderos y otros de mentira, típicos
cuentos llaneros. Doña Chepa, matrona de unos 77 años le pregunta a una de sus
hijas:
-¿Rosa
María, donde andarán esos muchachos que no se oyen, ni se ven?
Ante
la interrogante, la hija contesta:
-Tranquila
mamá, deben de andar visitando a los vecinos, ya sabes cómo son.
Y
doña Chepa en verdad sabía cómo eran de tremendos sus descendientes. Algo que
la extrañó -aun inocente de todo- fue que al llamar a sus gallinas para
echarles un resto de comida, no vio a su plumoso pataruco, lo llamaría varias
veces: Toc, toc, toc, pero nada de aparecer ¿y cómo? si ya era difunto y yacía
bajo tierra.
Vengan
a comer (vocifero una de las cocineras). Muchachos a lavarse la cara y las
manos, poco a poco la mesa fue llenándose de los comensales. Los cómplices
galleros en melindre simulaban el bocado, como quien dice: masticando por
masticar, solo intercambiaban miradas acusatorias unos contra otros. Llegó la
noche y, con ella, la orden de prenderle el humo al ganado; bocanadas
blanquiazules empezaron aparecer, las que la brisa fresca de abril esparcía
libremente por los cuatro puntos cardinales. La tertulia tomo forma y parecía
inagotable. Los más viejos contaban cuentos de aparatos y aparecidos,
agregándoles por sus cuentas extrema imaginación que, los muchachos temerosos
oían en silencio con suma atención. El sueño empezó a rendir a los cuentistas,
a dormir todo el mundo.
Serían
como las doce de la noche cuando en la sala que era un espacio amplio,
utilizado a veces para la celebración de algún baile sabanero, empezó a oírse
un gallo cantando fuertemente: Kra kra kra, kra kra kra kra.
Doña
Chepa, que tenía un sueño muy liviano, y cuyo oído parecía biónico (ya que era
capaz de detectar hasta el sonido de un insecto en acecho) toca la pierna de su
esposo, lo despierta y le dice:
-Viejo
apareció el gallo, anda a sacarlo para el patio.
Don
Ramón se levanta pero no ve tal gallo, vuelve al cuarto y le dice a su esposa:
-Vieja,
estás oyendo mal, allí no hay nada, eso sería uno de esos sueños tuyos, yo sé
cómo son o, tal vez es la radio que dejaste prendida. Viejo, pero aquí no hay
radio, fue la réplica.
Pasados
unos minutos el plumífero vuelve a su cantinela, esta vez más claro y fuerte
frente al cuarto en donde pernoctaban los muchachos. Según relatan doña Chepa y
su esposo, el canto ahora era: ¿Dónde están, dónde están, dónde están? Imaginen
ustedes a esos asustadizos galleros, como estarían, el miedo debe de haberlos
paralizado por completo. El gallo difunto o su espíritu acusador prosiguió con
su tétrico cantar varias veces, pero ya nadie se levantó y tampoco nadie lo
vio.
En
la mañana del día siguiente empezaron a abrirse lentamente las viejas puertas
de tablas de cedro de las habitaciones. Al salir doña Chepa, el muchacho Ramón
Eduardo se dispara a las piernas de su abuela, con lágrimas en los ojos le
dice:
-Abuela,
perdóneme, perdóneme. A su pataruco lo mato el zambo mío, sóbeme y perdóneme
abuela, no lo hare nunca más, no me deje solo, por allí cantó, por allí viene,
escuche como canta: ¿Dónde están, dónde están?
Ante
la confesión presurosa, la matrona tendría clemencia con su retoño familiar. No
lo castigaron porque el miedo se encargaría del escarmiento por varios días.
Los encubridores igual de asustados y llorosos, solicitaban indulgencia
reiteradamente. Lo sucesivo fue buscar al pataruco detrás del topochal, allá
estaba enterrado quien un día fue el presumido rey del patio y consorte de
gallinas y pollas, pero ahora sirviendo de banquete a las hormigas bachacas del
fundo Mi Querencia, ya era cuento para contar. Paso en una Semana Santa, paso
en el Alto Apure, muy cerca de Guasdualito.