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Pilar Paredes tenía 8 años cuando la
llevaron a la misión de la Divina Pastora en el Arawabisi. Había nacido en
1946, exactamente el 24 de marzo en una de las tantas islas del bajo Orinoco,
quizás en Tobejuba, por donde ese caño derivado del Arawao corre paralelamente
al río grande hasta la desembocadura en el Atlántico.
Ella tiene el recuerdo lejano del aji a
jau (arreglo con fibras de moriche) adornando la extensión de su cabellera y
del uku que era la fibra sacada de los cogollos de ese árbol para tejer chinchorros
y del najawera werawitu, como se nombraba a la vela redonda de navegar,
fabricada también con la penca del moriche, la palma fundamental de los warao
en la más importante confluencia de caños y ríos del país que se cruzan en el
Delta del Orinoco.
Por encima de los 4.000 años se supone
la existencia de nuestro pueblo warao en esa inmensidad cruzada de aguas entre
todas las corrientes que van a la mar. Ni los arawacos ni los caribes, a pesar
de muchas incógnitas permanecieron allí, antes de la más estudiada de las
naciones aborígenes, al menos desde el concepto antropolinguístico, tampoco se
puede confirmar la presencia de otros colectivos que se han citado entre más de
veinte inclusiones en mapas enviados a Sevilla y a otros destinos (Quiripas,
Totomacos, Tucamanos, Paracotos, Sálibas, Guaraguaros, Guaiqueríes, Caberres,
Chaguanes), se trata de esta guerra que vivimos en los tiempos de la
colonización de españoles, ingleses, holandeses, franceses, portugueses, entre
los más diversos grupos de conquistadores europeos que llegaron hasta el
Orinoco para esclavizar a nuestros pueblos aborígenes.
En lo personal, siempre me ha seducido
la historia de los elementos espaciales y humanos de la gente warao y la
singularidad de su medio geográfico, por eso dedico esta entrega a la vivencia
más reciente de uno de los tantos viajes que he realizado a su territorio,
donde me encontré con Pilar Paredes y sus descendientes.
Solo un par de días me detuve al
finalizar el 2016 en esta legendaria capital Tucupita, incorporada desde el
siglo XVI a la cartografía histórica con el nombre de Cutupite, como la
identificaría primero Juan Valdez y luego otro cartógrafo, Luis de Surville en
un nuevo mapa publicado en 1778, el sitio de olvidadas viviendas palafíticas
que debe su nombre al caño Tucupita, pero que tiene en el Manamo su mayor
referente, como lo indica Adolfo Salazar Quijada al organizar la Toponimia del
Delta del Orinoco, en un ejercicio de aproximación a una de las 36 lenguas
aborígenes habladas en Venezuela, “una lengua con características
independendientes; desvinculada de otras lenguas habladas en el país”.
Desde la primera alcabala que da acceso
al Municipio, cruzando entre carreteras por la vía de Monagas o de Bolívar, se
llega al Comando 61 del destacamento 611 de la Guardia Nacional, donde se
impone con fuerza su nombre: El Cierre, referente indiscutible de la doma de
ese brazo del Orinoco que se desprende del Río Grande cerca de Barrancas y va a
desembocar al paisaje marítimo de Paria. Estamos hablando del célebre caño
Manamo, forzado en un dique desde el año 1966, para dar origen al mayor número
de calamidades de las que todavía sigue quejándose la población.
Desde El Cierre se hace inmediato el
camino entre muchos caseríos, Carapal que empuja a El Volcán, Coporito, Vuelta
Arriba, Macareito, y en secuencia San Salvador, Aguas Negras, La Frontera o La
Guayabita, El Palomar y La Paloma, que dejan a un costado a Yakariñene o
Yakariyé, donde primero vivió Pilar Paredes hasta el año 2006, cuando se muda a
Janokoseve (sitio donde hay muchas casas) y donde tiene lugar esta
conversación. Es la Parroquia Antonio José de Sucre del Municipio Tucupita y en
esa única casa de 2 habitaciones y un solo baño, donde me encuentro a Pilar,
están viviendo 30 personas de 6 familias que son sus descendientes y con los
que toma forma el grupo de danzas en homenaje a Guillermo Moraleda. Ella clama
por la ampliación de viviendas que se le ha ofrecido en un terreno adyacente
para estar más desahogada.
Pilar que ha sido hermana de 3 hembras,
Rosa, Luzmila y Aurelia y de 3 varones, Leonardo, Alvaro y Quintiliano,
aprendió a hablar el idioma español en la Misión la Divina Pastora, situada
cerca del Winiquina, donde estaba la capilla y la escuela. Hasta allí la
llevaron sus padres Ramona Aranguren y Diego Paredes, por eso recuerda a las
Misioneras Terciarias de la Sagrada Familia y cita los nombres de Alicia,
Edilza e Isabel, como también recuerda con cariño a los sacerdotes Basilio
Barral, Julio Lavandero, Damián Blanco y Conrado de Cegoñal.
Aprendió primero a tejer, a torcer las
fibras del moriche, a fabricar los chinchorros, a zurcir la ropa y a cocinar
(ocumo, arroz, carne y pescado). Nos dice que serían 200 niñas las que estaban
aprendiendo estos oficios y unos 250 varones que sembraban yuca, maíz, cambur,
atendían labores del campo, y lo más importante en aquella morada, todos y
todas primero harían con sus manos la señal de la santa cruz y rezarían el
padre nuestro y el credo y respetarían los 10 mandamientos, además de celebrar
cada 8 de mayo el día de la Divina Pastora. Así transcurría la vida en la
misión.
En aquella Misión de la Divina Pastora
fue donde conoció a Guillermo Moraleda que se había casado con una mujer
llamada Lastenia en la que tuvo 5 hijos, pero ella murió. Él vivía en Guayo.
Iba y venía de Guayo a Arawuaimuju y se volvió Nebu Mare (muchacho enamorado)
cuando se encontró con Pilar Paredes que tenía ya 15 años. Se casaron por la
iglesia un día viernes, después de la confesión y la comunión, se hizo
nibobakatuma, con la humilde ceremonia nupcial ofrecida por el sacerdote
Conrado de Cegoñal. Salió de la Misión y se fue a vivir con su madre Ramona
Aranguren y así tuvo a la primera hija María Angela Moraleda, quien también
como ella iría a la Misión a los 8 años, pero enferma y muere a los 16 años,
igual que su segunda hija María Auxiliadora que muere al nacer. Sobrevivirían
después de nuevos embarazos Felipe Moraleda, Melchor, María Amparo, María
Zuleima, Nelson José, Henry, María Fátima, María Nieves, Marcelino y Faustina
todos Moraleda, quienes alrededor del padre aprenderían las danzas rituales
llamadas Jabi Sanuka, guiados y protegidos por la maraca solemne adornada de
plumas multicolores donde se cruzan los espíritus.
Guillermo Moraleda fue cacique en una
comunidad del Arawabisi y viajaba con su familia hasta Tucupita y a pesar de
saber oraciones contra el peligro y saber curar en casos de emergencia y saber
del culto religioso de los warao para proteger su ranchería, fallece el 7 de
agosto del año 2007, después de haberse realizado tres operaciones abdominales
allá en Tucupita, donde fijaría residencia definitiva con Pilar Paredes y con
los hijos y nietos que deciden ir detrás de la maraca rizada para rendir culto
a su líder y wisiratu, porque Guillermo Moraleda llegó a conocer los secretos
de los sacerdotes warao y desde esa maraca con trocitos de piedra consagrada
podía sanar a los enfermos.
Ocurre lo que tenía que ocurrir, muere
el danzante principal y por medio del sueño con el wisiratu le corresponde a
José Zambrano, esposo de María Zuleima Moraleda seguir con la maraca, recibir
la ceremonia con gran respeto por Kanobo, el abuelo, el ser supremo que habita
en la casa de la maraca sagrada.
Con más de 70 años de edad, Pilar
Paredes sigue testimoniando su gran apego a las tradiciones ancestrales que
siguen allí, en su estilo de vida identificada con las aguas dulces como signo
de la cultura warao. Sufre por las heridas profundas del caño Manamo, clama por
un techo más amplio para el cobijo familiar, quema sus pies sobre el asfalto
que la lleva a Tucupita, pero nunca se desprende del júbilo y la emoción que
siente cuando está cerca de la danza, de los cantos y de la gran maraca
heredada de Guillermo Moraleda.