Prensa. El
Cronista. Mariano Beldyk.
Cómo
se vive en Venezuela? La pregunta es mucho más sencilla que la respuesta. “En
Venezuela no se vive, se sobrevive a duras penas”, responde Alfonso, un
estudiante de Historia que reside en la Argentina desde hace poco más de un año
pero prefiere obviar su apellido. Según la Dirección Nacional de Migraciones,
el número de venezolanos que se ha instalado en el país tuvo un primer pico
cuantitativo en 2015, cuando pasó de 1777 radicaciones temporarias resueltas en
2014 a 4707 ese año. En 2016, saltaron a 11.298.
El
Fondo Monetario Internacional (FMI) calificó el actual escenario venezolano de “calamidad
económica mayor”. Una que tendrá repercusiones a nivel regional, si no las está
teniendo ya con estos desplazamientos.
“Obviamente,
la situación es una fuente de preocupación para los venezolanos, pero esto
también ha empezado a afectar las perspectivas económicas para los países
cercanos a Venezuela”, sostuvo el organismo en su reporte presentado en
Trinidad y Tobago hace unas semanas, en el foro “Perspectivas Económicas: Las
Américas”. Aludía, sobre todo, al temor a una oleada de refugiados desbordando
hacia Colombia y países del Caribe.
Lo
de Venezuela es, en alguna forma, la tormenta perfecta: no enfrenta una crisis
sino tres, económica, política y social. Si tan solo una de ellas basta para
lesionar la legitimidad de cualquier gobierno, la conjugación de las tres
provoca daños irreversibles. Y el panorama no es optimista luego de tres años
recesivos -2014 (-3,9%), 2015 (-6,2%) y 2016 (-18%)- que podrían extenderse a
un lustro con la contracción de -7,4% prevista para este año y de -4,1% para
2018.
“La
combinación de las tres crisis explica que Venezuela sea en este momento una
referencia mundial para tipificar las alteraciones de la gobernabilidad”,
sostiene Marino González, profesor de Políticas Públicas de la Universidad Simón
Bolívar, para quien ya no se puede distinguir donde termina una y comienza la
otra. Las fuerzas centrífugas se han combinado, ganando fuerza en el proceso. “Cada
una de ellas tiene vida propia y afecta las otras dimensiones”, añade.
Para
una economía harto dependiente del crudo para generar divisas -más del 90 por
ciento de sus exportaciones-, el desplome del precio del barril ha convertido
el dólar en mala palabra.
Desde
hace una década, el Gobierno acusa una guerra financiera. Tras muchos ensayos de
restricción, los tipos de cambio se unificaron en mayo pasado en dos
cotizaciones, sincerando una devaluación del 64,1 por ciento en el camino: un dólar
preferencial a seis bolívares para las compras al exterior de productos vitales
como medicinas y alimentos -Venezuela importa las dos terceras partes de lo que
come- y un dólar de flotación controlada mediante subastas dos veces a la
semana y por el cual pueden pujar empresas e individuos registrados. En este
caso, el precio ronda los 2000 bolívares por dólar, pero el acceso está
limitado al 30 por ciento del ingreso comprobable y con un tope de u$s 500
trimestrales. Al resto de los mortales, les queda el dólar blue a unos 6000 bolívares
por dólar, que es el que funciona de termómetro para el mercado.
Economía
informal
Unas
semanas antes de la devaluación, Nicolás Maduro había decretado un aumento del
60 por ciento en el salario mínimo de los trabajadores públicos, llevándolo
hasta los 65.000 bolívares, complementado por un bono de alimentación de 135.000
bolívares. Todo eso equivale a unos u$s 278 si se toma el cambio oficial pero
en el blue, el que realmente pesa, la cifra es exigua: apenas u$s 46.
En
este contexto, la llamada Ley de Precios Justos que limitaba el margen de
ganancia en un 30 por ciento del valor del producto -y menos aún, 14 a 20 por
ciento, para alimentos y medicinas- quedó obsoleta, arrollada por la economía
informal. El último índice inflacionario del que se tiene registro oficial es
de 2015, un 180 por ciento. En 2016, se estima que superó el 700 por ciento y
las proyecciones este año apuntan a los tres dígitos, 1134% de acuerdo al FMI.
En
2018, la escalada meteórica de precios podría perforar otro techo y llegar al
2500%. Así, un paquete de harina de maíz precocida que debería pagarse no más
de 190 bolívares termina costando hasta 2000 en el mercado negro.
El
Gobierno ha recurrido a los llamados Comités Locales de Abastecimiento y
Producción, los CLAP, para evitar la especulación con los alimentos
subsidiados, pero la oposición denuncia que funcionan como red clientelar, con
un sesgo ideológico.
Estadísticas
que asustan
De
acuerdo al FMI, las reservas de Venezuela hoy andan por los u$s 6000 millones,
un tercio de las que disponía en 2017. La deuda se lleva un porcentaje
importante de ellas: carente casi de financiamiento exterior, Venezuela ha
elegido honrar sus compromisos en bonos de PDVSA y la República para evitar
caer en default.
Esto
pese a que se multiplican las voces que piden un cese de pagos preventivo y
ordenado antes de caer inevitablemente en uno caótico y tardío. Se estima que
la deuda exterior ronda el 70 por ciento sobre su PBI y la deuda interior
asciende otro 21 por ciento, según datos del banco de inversión Torino Capital.
Desde
2016 y hasta 2027, afronta pagos por 9000 millones promedio mientras su
capacidad de pago mengua mes a mes.
Mientras,
el 82 por ciento de la población venezolana se hunde bajo la línea de pobreza.
De ellos, un 52 por ciento lo hace en la indigencia. Es un registro de 2016
sobre 6500 familias a cargo de la Universidad Central de Venezuela, la Católica
Andrés Bello y la Simón Bolívar, porque el gobierno ya no difunde un número
oficial como tampoco habla de inflación. Comparado con la primera Encuesta
sobre Condiciones de Vida (Encovi) de 2014, representa el doble de pobres.
Unido
a esto, hay un dato que alarma todavía más: casi 9,6 millones de venezolanos,
en un país de 31,5 millones, afirma que accede a dos o menos comidas al día,
mayormente carentes de proteínas. Un 75 por ciento dice haber perdido, en forma
no controlada, un promedio de 8,5 kilos en 2016.
Así
de difícil está la vida hoy en aquel país.
Faurie,
más duro con Venezuela.
A
Jorge Faurie, el flamante canciller argentino, no le tocó bailar con la más
bella. En su debut en la Organización de Estados Americanos, el organismo se
fracturó en torno a una batalla diplomática para condenar al régimen chavista y
su proyecto de reforma constitucional sin referéndum de por medio y sin aval de
la oposición. Faurie se alineó con los países más duros y habló de “enflaquecimiento
de la democracia en Venezuela”, con palabras que sonaron más duras que las que
solía pronunciar Susana Malcorra, su antecesora, y mucho más en línea con el
tono que le imprime al tema el presidente Mauricio Macri. En esta cuestión, la
canciller saliente siempre buscó mantener los canales de diálogo abiertos con
Caracas cuando otros gobiernos, como el brasileño, disparaban a mansalva.
Faurie pareciera encabezar una estrategia diferente.