Tras meses de
silencio, el dirigente político venezolano en arresto domiciliario habló en
exclusiva con The New York Times sobre el futuro político del país, su
experiencia y sus aprendizajes en la prisión militar y su esperanza de una
salida a la crisis.
Prensa. New
York Times.
A veces recuerdo una página de uno de los
libros que están apilados en la casa de Leopoldo López. Es un texto que López
relee a menudo; uno al que ha regresado muchas veces en los últimos años,
garabateando nuevas ideas al margen, subrayando palabras y frases en tres
colores de tinta y lápiz. Analizar ese fragmento es como contar los anillos del
árbol de su vida política.
El
libro no está ubicado para despertar este tipo de atención. De hecho, a casi
nadie se le permite ingresar a la casa de López, quien siempre está vigilado
por los servicios de seguridad venezolanos; pero también, a pesar de todas sus
fallas y defectos, no es el tipo de persona que organiza su biblioteca para
mostrarla. Prácticamente todos los libros de la casa están amontonados en el
suelo de madera oscura: hilera tras hilera de tomos que se elevan en columnas y
pueden sobrepasar los dos metros de altura, son torres irregulares que llegan a
tambalearse precariamente. Cuando ves que los hijos de López pasan corriendo,
sientes un estremecimiento.
El
libro que recuerdo de manera particular es una colección de ensayos y discursos
políticos. Fue compilado por el político mexicano Liébano Sáenz, con textos
sobre el príncipe maya Nakuk Pech y la activista francesa Olympe de Gouges. El
capítulo más significativo para López comienza en la página 211 con la “Carta a
los clérigos de Alabama”. Es una versión mixta del texto que se conoce como la
“Carta desde la cárcel de Birmingham” que fue escrita por Martin Luther King
Jr. en 1963. King estaba en Birmingham para liderar las protestas no violentas
que ahora son elogiadas por todo el mundo, pero es necesario recordar que en
1963 estaba atrapado en un infierno. No solo se trataba de los matones del FBI
que pusieron micrófonos en su casa y su oficina o el ascenso del movimiento
nacionalista negro que criticaba su piedad pacífica sino que, además, un grupo
de sus propios aliados estaban dispuestos a hablar sobre los derechos civiles
siempre y cuando eso no causara ningún escándalo. Un puñado de clérigos de
Birmingham había emitido una declaración que desprestigiaba a King como un
agitador externo cuyas marchas y desobediencia civil eran “técnicamente pacíficas”,
pero aún así infringían la ley y era probable que “incitaran al odio y la
violencia”.
En
la página del libro que López atesora, King contrataca. Escribiendo desde una
celda estrecha, sin colchón ni luz eléctrica, garabateó su respuesta en trozos
de papel para que su compañero de celda pudiera sacarlos de forma clandestina.
Cerca de la parte superior de la página, López ha subrayado un pasaje en el que
King condena la complacencia de “los blancos moderados” y la sugerencia de que
los manifestantes pacíficos son los responsables de la respuesta violenta de
los demás. “Nosotros, que participamos en la acción directa no violenta, no
somos los creadores de la tensión”, escribe en un pasaje que López marcó con
verde: “Sino que nos limitamos a hacer aflorar una tensión oculta, que ya
estaba ahí presente. La sacamos a la luz, donde se la puede ver y se puede
lidiar con ella”. King compara a la desobediencia civil con un forúnculo que
debe extirparse y luego escribe un pasaje que López ha marcado al menos media
decena de veces con algunas palabras subrayadas en rojo, otras resaltadas en
rosa, un puñado de frases enmarcadas en verde y tres flechas grandes dibujadas
en el margen del fragmento: “La injusticia debe ser expuesta, con toda la
tensión que su exposición provoca”.
De
cierto modo, no tiene nada de especial que un político estudie a King y, entre
las personas que López intenta emular, yo no pondría a King al inicio de la
lista. Él está más directamente influenciado por el expresidente venezolano
Rómulo Betancourt o por su propio abuelo, Eduardo Mendoza, quien fue consejero
de Betancourt. Pero cuando consideras el camino que López ha seguido durante
estos últimos años en prisión, las decisiones que ha tomado, sus compromisos y
equivocaciones, el precio que ha pagado por decir lo que piensa y el precio
actual de su silencio, si quieres entender el impacto de sus cuatro años en
cautiverio y nueve meses en confinamiento solitario, el mensaje de King en
Birmingham es un buen documento para comenzar.
López
fue arrestado en febrero de 2014 después de liderar una protesta pública que se
volvió violenta. Los fiscales reconocieron ante el tribunal que López era
técnicamente pacífico, pero lo acusaron de incitar a otros al odio y a la
violencia. Antes de su arresto, se encontraba entre los líderes de oposición
más prominentes y populares en Venezuela. Las encuestas sugerían que podía
derrotar al presidente Nicolás Maduro, el impopular sucesor de Hugo Chávez, en
una elección libre. En el juicio, fue sentenciado a trece años y nueve meses de
prisión.
Desde
entonces, se ha convertido en el prisionero político más destacado de América
Latina, sino del mundo. Su caso ha sido defendido por casi todas las
organizaciones mundiales de derechos humanos y está representado por el abogado
Jared Genser, conocido como el Extractor por su trabajo con presos políticos
como Liu Xiaobo, Mohamed Nasheed y Aung San Suu Kyi. La lista de líderes
mundiales que le han pedido al gobierno venezolano que libere a López incluye a
Angela Merkel de Alemania, Emmanuel Macron de Francia, Theresa May del Reino
Unido y Justin Trudeau de Canadá; es una de las raras coincidencias políticas
entre Barack Obama y Donald Trump.
En
Venezuela, López se ha convertido en una especie de símbolo. Su nombre y su
rostro están estampados en vallas publicitarias, camisetas y pancartas, pero
existe un amplio desacuerdo sobre lo que él representa. El gobierno venezolano
rutinariamente lo menosprecia como un reaccionario de derecha de la clase
dominante que quiere revertir el progreso social del chavismo y restaurar la
aristocracia terrateniente; la derecha venezolana, por su parte, considera a
López como un neomarxista, cuya propuesta de distribuir la riqueza petrolera
del país entre la gente solo profundizaría la agenda chavista.
Durante
sus tres años y medio en prisión, López se negó a permitir que nadie hablara
por él. Aunque se le prohibió conceder entrevistas o emitir declaraciones
públicas, y con frecuencia se le negó el acceso a libros, papel, bolígrafos y
lápices, logró escribir mensajes en trozos de papel para que su familia los
sacara de manera clandestina, y grabó un puñado de audios y mensajes de video
que denunciaban al gobierno de Maduro. De vez en cuando, incluso se le podía
oír gritando consignas políticas a través de los barrotes de la prisión militar
donde lo mantenían en aislamiento.
López
fue puesto bajo arresto domiciliario en julio pasado con la condición de que
guardara silencio. Rápidamente se subió a la valla de su casa para hablar con
una multitud de personas y luego grabó un video pidiéndole a sus seguidores que
siguieran en la resistencia contra el gobierno. Tres semanas después lo
volvieron a encarcelar pero, después de cuatro días, fue devuelto a su casa
donde permanece bajo arresto domiciliario. Desde entonces, para gran
desconcierto de sus seguidores, ha desaparecido de la vista del público.
Mientras el país desciende a una crisis sin precedentes, con la tasa de
inflación más alta del mundo, escasez extrema de alimentos y medicinas,
apagones eléctricos constantes, miles de niños muriendo de malnutrición, el
auge desenfrenado de la criminalidad en todos los estados, mientras suceden
saqueos y disturbios en las calles, López no dice nada.
Hoy
sus críticos no solo incluyen a la izquierda y a la derecha, sino a gran parte
de los venezolanos que alguna vez lo vieron como un futuro presidente. No
entienden lo que López está haciendo dentro de esa casa, escondida en esa calle
arbolada de los suburbios acomodados de Caracas, pero sospechan que se ha
sentido cómodo allí, junto a su esposa y sus hijos; que la riqueza de su
familia lo aísla de la crisis económica; que la policía secreta que rodea su
hogar lo protege del crimen, y no pueden evitar preguntarse si Leopoldo López
finalmente se dio por vencido. Ellos saben, como él, que si emite una
declaración pública, divulga otro mensaje de video o si vuelve a trepar el muro
de su casa para dirigirse a sus seguidores, la policía secreta se apresurará a
encarcelarlo de nuevo. En el pasado, López nunca permitió que ese peligro lo
detuviera. Al menos tendría una oportunidad de expresarse y muchos se preguntan
por qué no lo ha hecho.
Cada
vez que López se conecta hay un parpadeo en la pantalla, luego se ve un borrón
de color pixelado cuando su cara aparece. En días diferentes, en momentos
diferentes, puede verse muy distinto. Hay mañanas en las que aparece con un
suéter viejo, el pelo revuelto y una sonrisa cansada; en otras ocasiones se
presenta con una camisa oxford, el pelo bien peinado y gafas de montura negra
que no ocultan los signos de una noche de insomnio.
Pienso
en un sábado de octubre. Fue unos minutos después del mediodía. Salí a caminar
con mis hijos cuando un mensaje de López me llegó al teléfono. “La situación es
muy delicada”, escribió. “Es posible que esté a punto de volver a la cárcel”.
Rápidamente regresé a casa, abrí mi computadora portátil y, luego de un minuto,
apareció en la pantalla. López tiene 46 años, mide 1,78 metros y está en forma.
Estaba sentado en el escritorio de su sala de estar con el cabello bien
recortado y el tono de su expresión era una mezcla de miedo, fatiga y furia.
Cuando
le pregunté qué estaba pasando, López respiró profundamente. Apoyó un codo
sobre el escritorio y se tomó la cabeza con la mano. “Anoche alrededor de las
19:30, vinieron a mi casa más de treinta oficiales de la policía política”,
dijo. “Tenían más de diez autos. Cerraron toda la calle. Y luego vinieron a mi
casa”. Durante más de una década, este dirigente ha contratado los servicios de
una empresa privada de seguridad puesto que sus oponentes políticos han atacado
sus eventos usando máscaras y pistolas, le han disparado a su vehículo y
asesinaron a uno de sus guardaespaldas. Al estar bajo arresto domiciliario, se
le permite mantener un pequeño grupo de guardias afuera de su residencia.
López
explicó que durante la operación detuvieron a su jefe de seguridad y, desde
entonces, nadie ha tenido noticias de él. “No había absolutamente ninguna razón
legal para que se lo llevaran y no han permitido que ningún abogado vaya a
verlo”, dijo López, luego miró hacia su escritorio y negó con la cabeza. “Así
que esa es la situación”, dijo en voz baja. “Y quería decirte que estoy
dispuesto a seguir adelante con esto que estamos haciendo”.
En
ese punto, teníamos una idea muy distinta de lo que podríamos estar haciendo.
Teníamos pocas semanas de estar en contacto. Primero, contacté a López a través
de un intermediario en agosto, no mucho después de su regreso al arresto
domiciliario, y en septiembre ya hablábamos un par de veces a la semana, por lo
general durante un par de horas en cada ocasión. Esto fue una clara violación
de los términos de su liberación. Una orden del Tribunal Supremo de Justicia le
prohíbe específicamente hablar con los medios y, como mínimo, lo más seguro era
asumir que su casa tenía micrófonos, probablemente también había cámaras
ocultas y su computadora seguramente fue hackeada para poder monitorear las
actividades que realiza en internet.
El
mundo está lleno de métodos bizantinos para poder comunicarse a través de
canales encriptados, pero la mayoría de ellos no están disponibles para una
persona que está encarcelada en su casa y vigilada por la seguridad estatal de
un régimen autoritario. Hicimos lo poco que pudimos para ser discretos,
sabiendo que no era suficiente. En vez de conectarnos por Skype o FaceTime,
utilizamos un servicio de video en el que nos parecía menos probable que fuera
una plataforma que ya estaba intervenida por la policía.
Cada
vez que hablábamos, López usaba un par de audífonos por lo que cualquier
interferencia convencional de audio solo tomaría su lado de la conversación y,
en general, adoptamos el tono de viejos amigos que se ponen al día. Aunque esto
no es tan exagerado como suena. López es tres años mayor que yo y se graduó en Kenyon
College, donde ambos estudiamos pero nunca nos conocimos. De vez en cuando,
alguno mencionaba la escuela o alguien que los dos conocíamos y nuestros hijos
deambulaban por la pantalla para saludar. Todo esto luce irremediablemente
primitivo frente a la vigilancia estatal, pero parece que funcionaba. De vez en
cuando, una gran camioneta blanca aparecía frente a su casa y la conexión se
apagaba pero, en una o dos horas, el vehículo se marchaba y volvíamos a estar
en línea.
Ninguno
de los dos podía explicar por qué, si los agentes del gobierno nos estaban
escuchando, no habían interrumpido la conexión o simplemente entraban en la
casa para arrestarlo. Había muchas razones para creer que lo harían. En nuestra
conversación durante ese día de octubre, López mencionó que los agentes que
allanaron su casa solo le dieron una razón: creían que estaba hablando con un
periodista y grabando un mensaje de video. Esto produjo un momento curioso
porque el sistema de grabación, hacia el final de mi entrevista, captó su
negación. “No es verdad”, le dijo a cualquiera que estuviera escuchando. “¡No
he tenido contacto con ningún periodista!”.
No
pretendo aclarar la situación, pero la verdad es que logramos mantenernos en
contacto. Venezuela había vivido varios meses que parecían augurar cambios. En
julio, la oposición convocó un referendo no vinculante sobre el plan del
gobierno para reescribir la Constitución. Con más de siete millones de votos
emitidos, el 98 por ciento de los votantes se opuso al gobierno. Poco después,
los emisarios del gobierno se acercaron a los líderes de la oposición para
comenzar una negociación formal, enfocada principalmente en la liberación de
los presos políticos. Incluso mientras hablábamos ese día de octubre, el país
se estaba preparando para las elecciones regionales en las que se esperaba que
los candidatos opositores ganaran por una avalancha.
Había
señales contradictorias, por supuesto, pero la trayectoria parecía enfilarse
hacia la transición. Fue un momento en el que los titulares de todas partes
predijeron un “punto de inflexión” para Venezuela y creo que, hasta cierto
punto, López contaba con eso. Era arriesgado hablar en público, pero no era
descabellado imaginar que, para cuando apareciera este artículo, el panorama
político podría transformarse: la oposición, que ya tenía una gran mayoría en
el Congreso, podría ganar una proporción similar de gobernaciones; esa victoria
regional impulsaría la campaña municipal en diciembre por lo que entrarían con
ímpetu a la campaña presidencial de este año contra un presidente profundamente
impopular, con una votación del 25 por ciento, y la negociación de la situación
de los presos políticos incluso podría permitir que López desafiara a Maduro.
Las encuestas llegaron a sugerir que podría ganar la presidencia por un margen
del 30 por ciento.
Esta
era la conversación que creo que esperábamos tener el verano pasado: un vistazo
al próximo capítulo de Venezuela y el papel que este dirigente podría
desempeñar. En cambio, con cada día que pasaba, las posibilidades se volvían
más remotas. Cuando la votación comenzó en la mañana posterior a esa llamada de
octubre, nada salió como se esperaba. Los centros de votación de más de 700.000
ciudadanos se habían movido misteriosamente, en algunos casos hasta el punto de
que les tomaría horas de viaje en autobuses abarrotados para poder ejercer su
derecho. Sin embargo, en la noche, los funcionarios electorales informaron que
hubo una participación abrumadora y los candidatos del partido gobernante
arrasaron con todas las gobernaciones, a excepción de cinco que quedaron en
manos de la oposición.
En
medio de las denuncias de fraude, varios partidos de la oposición se retiraron
de las elecciones municipales y el gobierno respondió invalidando a esos
partidos. La negociación programada con los líderes de la oposición comenzó en
noviembre. En enero, las conversaciones colapsaron. En febrero, los
funcionarios disolvieron toda la coalición de partidos de la oposición. Los
líderes políticos empezaron a ser detenidos por la policía secreta. El
vicepresidente del Congreso se ocultó en la Embajada de Chile y alrededor de
una docena de alcaldes huyeron del país.
El
Estado, la economía y el tejido social se estaban desintegrando a la vez. En
todas partes, la gente huía de Venezuela como podía. Se subieron a barcos
destartalados y murieron en el mar. Caminaron por la carretera hacia Brasil,
colapsando por la humedad y el calor del sol. Llegaron a Colombia, decenas de
miles cada día, generando una crisis de refugiados comparable en número al
éxodo de los rohinyá a Bangladés. Parecía que cada vez que hablaba con López,
algún amigo suyo se había refugiado en una embajada, lo habían encarcelado o
simplemente había huido.
Recientemente
le pregunté cómo estaba manejando la presión. La policía secreta acababa de
volver a su casa con otra orden para arrestarlo, y él se estaba despidiendo de
su esposa, Lilian, que estaba embarazada de ocho meses, cuando uno de los
agentes recibió una llamada telefónica para suspender el arresto. No quedaba
claro si iban a regresar para llevárselo.
“¿Cómo
te sientes?”, le pregunté.
“Es
difícil”, dijo. “Es difícil después de lo que pasó. Todos los días creo que es
el último día que tengo para estar con mis hijos”.
Le
pregunté si alguna vez pensó en escapar. “La mayoría de la gente me dice que
debería”, dijo. “Pero creo que el compromiso con la causa significa que tengo
que correr el riesgo”. Mientras hablaba me di cuenta de que lo que habíamos
estado hablando durante todos esos meses, lo que había estado tratando de
comunicar a través de este portal desde su silencio, nunca fue sobre el futuro
de Venezuela o el papel que esperaba tener y no se trataba de su ambición
política o el próximo capítulo de la historia del país. Fue algo fundamental
que surgió en algunos comentarios improvisados. Fue algo que aprendió sobre la
historia mientras estuvo en la cárcel.
La
fila de personas que esperan salir de Venezuela comienza a formarse una hora
antes del amanecer. Los migrantes recorren las calles sin luz de la ciudad
fronteriza de San Antonio del Táchira para reunirse en el puente Simón Bolívar,
donde esperan bajo una gran pancarta roja que dice: “No se habla mal de
Chávez”. Cuando la aduana abre a las 6:00 empujan hacia adelante, moviéndose
hombro con hombro por la carretera de dos carriles hacia Colombia. Durante el
día no disminuye el flujo de gente que parece infinito. Algunos han viajado más
de una semana para poder llegar aquí. Basta echar un vistazo para ver que son
personas de todo tipo, de cualquier edad, profesión y estrato social: familias
jóvenes, parejas mayores, grupos de niños itinerantes y jóvenes encinta
solitarias. Si te paras por un momento en el camino a través del puente, casi
puedes sentir el viento del éxodo venezolano a tu espalda.
Los
historiadores han planteado todo tipo de argumentos sobre el arco de la
historia venezolana y cómo las cosas terminaron tan mal. En cualquier caso, un
par de puntos me parecen indispensables: Venezuela es el lugar de nacimiento de
la independencia de América Latina y posee las mayores reservas probadas de
petróleo en el mundo. Cómo interpretas el papel de esos factores en cualquier
evento histórico es una cuestión de política personal y un debate detallado,
pero no puedes tener una discusión seria sobre Venezuela sin tomar en cuenta
ambas cosas. Durante la mayor parte del siglo pasado, el país se ha movido
entre movimientos políticos que cortejan, reflejan y, en ocasiones, renuncian
al legado del antiimperialismo y el desbordante exceso de riquezas.
Al
igual que la mayoría de sus vecinos, Venezuela sufrió una sucesión de caudillos
a principios del siglo XX y respondió con un movimiento de izquierda radical en
las décadas de los cincuenta y sesenta. A diferencia de sus contrapartes en los
países vecinos, la izquierda venezolana no llegó muy lejos. Algunos de ellos
tomaron las armas en las montañas y protagonizaron algunas escaramuzas, pero a
finales de la década de los sesenta, la mayoría había vuelto a tener un lugar
marginal en la política convencional. Uno de los pocos que se quedó en la lucha
fue un guerrillero llamado Douglas Bravo, que calificó su ideología política
nacionalista de “bolivarianismo”. Bravo finalmente se estableció en Caracas en
la década de los ochenta, donde mantuvo contacto con ciudadanos y soldados
descontentos del ejército venezolano. Dos de los acólitos que cortejó fueron
los hermanos Adán y Hugo Chávez, quienes acogieron con agrado la idea de
liderar un golpe bolivariano.
Tomó
aproximadamente una década de reclutamiento y planificación, un tiempo durante
el cual la élite política venezolana parecía estar haciendo todo lo posible
para ayudarlos. Durante décadas, los dos principales partidos se turnaron la
presidencia siguiendo un acuerdo de poder compartido que le prestaba poca
atención a las clases populares del país. Los problemas económicos de Venezuela
se habían vuelto tan graves que, en 1989, un aumento en las tarifas de los
autobuses ayudó a desencadenar grandes disturbios que se conocieron como “El
Caracazo”. Para cuando los hermanos Chávez estuvieron listos para intentar su
golpe en 1992, a muchos venezolanos le gustaba la idea de que el poder
establecido fuera derrocado. Aunque el golpe fracasó y Chávez pasó dos años en
prisión, emergió como una celebridad menor y en 1998 se postuló para la
presidencia.
Ahora
resulta fácil —mientras el país sufre una de las peores crisis de su historia
contemporánea— descartar todo el proyecto del chavismo. Pero la elección de
1998 coincidió con una oleada de movimientos sociales y políticos por los
cuales Chávez, con su energía e indignación, prometió tomar medidas enérgicas
contra la corrupción y aumentar el salario mínimo, por lo que se convirtió en
un aliado natural de esas fuerzas ciudadanas. A pesar del camino que tomó en
sus últimos mandatos, Chávez cumplió muchas de sus promesas. Durante su
gestión, el desempleo se redujo a la mitad, el producto interno bruto creció
más del doble, la mortalidad infantil se redujo en casi un tercio y la tasa de
pobreza se redujo casi a la mitad. Esos logros se le pueden atribuir a otros
factores como un aumento de diez veces en el precio del petróleo, lo que colmó
de recursos a su administración, y también se puede argumentar que Chávez
fracasó miserablemente al momento de anticipar la caída en los precios del
crudo, pero no se le puede acusar de hacerle promesas a los pobres y luego gobernar
para los ricos o quedarse con todo el dinero.
Durante
su gobierno, la desigualdad de ingresos cayó a uno de los niveles más bajos en
el hemisferio occidental. Chávez no tuvo que robar elecciones. Fue muy popular
entre los pobres y presentó sus propuestas casi todos los años. Introdujo la
votación por pantalla táctil, con reconocimiento de huella digital y un recibo
impreso, un sistema electoral que Jimmy Carter describió como “el mejor del
mundo” entre todos los países que había monitoreado.
Chávez
también poseía un impulso autocrático que fue discordante desde el principio.
En el transcurso de los catorce años que duró en el cargo, desmanteló las
instituciones democráticas del país, una por una. Hay un debate interesante
entre los teóricos políticos sobre cómo llamar a un líder que destruye una
democracia con apoyo democrático. Es posible pensar en Chávez como un
totalitario o un tirano por reprimir a sus oponentes, pero el término
“dictador” no encaja para describir a un presidente que fue tan popular. Chávez
no ocultó su desprecio por el sistema político existente en el país; ni
siquiera pudo terminar su primera toma de posesión sin improvisar, en medio de
la ceremonia de juramento, la promesa de reescribir la Constitución, lo que
hizo rápidamente, consolidando su poder sobre el Congreso y los tribunales.
Cualquier
límite que Chávez hubiera estado dispuesto a aceptar desapareció en abril de
2002, cuando una junta de oficiales militares y líderes de derecha intentaron
derrocarlo con un golpe. Durante aproximadamente 36 horas, instalaron como
presidente a un hombre llamado Pedro Carmona, que era el director de la
principal asociación de cámaras comerciales de Venezuela. El gobierno de
Carmona procedió a socavar las instituciones a una velocidad que haría sonrojar
a Chávez. En el único día de su presidencia, disolvió al Congreso, el Tribunal
Supremo de Justicia, la Constitución y comenzó a expulsar del ejército
venezolano a cualquier oficial leal a Chávez. Esto fue demasiado incluso para
los críticos del chavismo. Las calles de Caracas explotaron con protestas y la
multitud se acercó al palacio presidencial. Pronto, Chávez volvió a la
presidencia, consolidando su poder más rápido que nunca. Persiguió a sus
rivales y llenó los tribunales con sus aliados e impuso tantas restricciones a
la industria que el sector privado esencialmente desapareció.
Podría
pensarse que la década entre el golpe y su muerte en 2013 fue un proceso
gradual de desangramiento de recursos públicos para el consumo público. A un
nivel básico, Chávez simplemente no era muy bueno en la gestión económica. Su
presupuesto gastó los ingresos de los altos precios del petróleo y su control
sobre la compañía petrolera estatal resultó desastroso. Chávez creía que debido
a que las reservas de petróleo son un recurso limitado, tenía sentido limitar
la producción y aumentar el precio de cada barril. Esta forma de pensar es
ampliamente discutida y, en muchos casos, muy criticada. Los productores
constantemente desarrollan nuevas formas de explorar y explotar el crudo; entre
la revolución del petróleo de esquisto estadounidense y la creciente
competencia de la energía alternativa, la mayoría de las petroleras actuales
quieren bombear la mayor cantidad de crudo tan rápido como puedan.
Cuando
Chávez tomó el poder en Venezuela, la petrolera estatal producía alrededor de
3,4 millones de barriles por día y durante su gestión planeó casi duplicar el
volumen. En cambio, a través de una combinación de las teorías equivocadas de
Chávez y una falla general al momento de invertir en la compañía e instalar a
sus secuaces personales para manejarla, la producción de petróleo venezolano se
ha reducido a casi la mitad. Los precios del petróleo también han disminuido
considerablemente en los últimos años, pero el país tiene poco que vender.
Según los datos más recientes, el petróleo representa alrededor del 95 por
ciento de los ingresos de exportación venezolanos. Gran parte de ese crudo se
está enviando a Rusia y China a cambio de ayuda con la deuda externa nacional,
lo que le ha otorgado a ambos países reclamos expansivos sobre la producción
venezolana. Cuanto más desesperado se vuelve el régimen de Maduro, más pueden
ganar esos países.
Lo
que sucede entonces es un efecto dominó: cada vez hay menos petróleo, a precios
más y más bajos, sin nada más que vender y una dependencia del dinero
extranjero a expensas de los ingresos futuros. El problema final ha sido la
moneda de Venezuela. A medida que los ingresos nacionales se desplomaron,
dejando un vacío en el presupuesto anual, Chávez y Maduro recurrieron al banco
central para imprimir más dinero. El número de bolívares venezolanos ha crecido
exponencialmente en los últimos años. Cuando Maduro asumió el poder en 2013, la
base monetaria del país era de aproximadamente 250 mil millones de bolívares.
Hoy, es superior a los 60 billones. Para intentar dimensionarlo, imagina que
ayer tenías 5000 dólares y hoy tienes 1,2 millones de dólares. No pretendo
sugerir una comparación significativa entre su cuenta de ahorros y una economía
nacional, pero no es difícil imaginar cómo un gran aumento en el dinero
distorsiona la forma en que las personas lo gastan.
La
mayoría de los países del mundo publican informes oficiales de inflación. El
gobierno venezolano simplemente dejó de hacerlo. Uno de los expertos más
importantes del mundo en hiperinflación es un profesor de la Universidad Johns
Hopkins llamado Steve Hanke, que ha asesorado a gobiernos de todo el mundo
sobre la inflación galopante, incluyendo a Venezuela en 1995 y 1996. Hanke ha
estado monitoreando la economía venezolana durante los últimos cinco años,
produciendo una estimación diaria de la inflación anual del país. Mientras
escribo esto, su estimación más reciente fue de 5220 por ciento. El Fondo
Monetario Internacional predijo que la inflación en Venezuela alcanzará el
13.000 por ciento este año.
Esto
es lo que ves en las caras de las personas que salen de Venezuela atravesando
el puente hacia Colombia. Ves personas que intentan escapar de un país donde
los suministros básicos son casi imposibles de encontrar y prohibitivamente
costosos, donde el precio que pagaste por un automóvil hace unos años hoy no
comprará una barra de pan. Puedes ver familias enteras con equipaje y sin
planes de regresar o niños que cruzan solo por el día con nada más que un
montón de plátanos. Luego venden los plátanos por una miseria en pesos
colombianos y regresan a sus casas para convertir el efectivo en una pequeña
fortuna en moneda venezolana, al menos por unos días, hasta que su dinero
vuelva a dejar de tener valor.
López
nació en un rico y privilegiado vecindario del noreste de Caracas. Su padre,
Leopoldo López Gil, era el jefe de un programa de becas internacionales que
formaba parte del consejo editorial de un periódico de centroizquierda. Su
madre, Antonieta Mendoza, es pariente lejana del primer presidente de
Venezuela, Cristóbal Mendoza, y de Simón Bolívar. Cada lado de su familia tiene
una larga tradición de activismo político y disidencia. López creció escuchando
sobre los diecisiete años de prisión de su bisabuelo y el papel de su abuelo en
la resistencia clandestina. “Siempre escuchamos esas historias”, me dijo su
hermana, Diana. “Creo que eso siempre estuvo en la memoria de Leo”. López dijo
que disfrutaba esas historias en parte porque las sentía extrañas, como
instantáneas de un país que no podía imaginar. “Lo veía como un pasado lejano
de imágenes en blanco y negro”, me dijo. “Nunca pensé que en el siglo XXI mi
propia realidad podría ser parecida”.
La
Venezuela en la que López creció era el país más rico de América Latina. Cada
año acogía a decenas de miles de inmigrantes y había sido una democracia desde
1958. A los 13 años, López practicaba con la patineta, natación y estaba loco
por las chicas por lo que, en gran medida, vivía sin tener contacto con las
inequidades sistémicas del país. Pero hizo un viaje escolar a la zona rural del
estado Zulia, pasando por los campos petroleros de la región, y la miseria que
observó lo conmovió profundamente. “Me sorprendió el nivel de pobreza”,
recuerda, “y el hecho de que en esos barrios humildes donde se vive el drama de
la pobreza, teníamos un gran potencial”. Diana me dijo que su hermano comenzó a
hacer viajes al oeste de Caracas “para tratar de entender la dinámica de la
ciudad”. En la escuela, se entregó al liderazgo estudiantil, convirtiéndose en
vicepresidente del consejo estudiantil y capitán del equipo de natación.
Después,
López se inscribió brevemente en la Harvard Divinity School, pero se fue
después de un semestre para inscribirse en la Escuela de Gobierno John F.
Kennedy de Harvard. Completó una tesis de maestría sobre el marco legal y
económico de la producción de petróleo en Venezuela y viajó por Nicaragua y
Bolivia para estudiar el impacto de los microcréditos. En 1996, regresó a su
hogar para un trabajo como asesor en la oficina de planificación estratégica de
la compañía petrolera estatal.
López
no se impresionó por el ascenso al poder de Chávez en 1998. “Desde el
establecimiento de la república venezolana en 1830, en su mayor parte hemos
tenido militares en el gobierno”, me dijo. “Y eso ha creado una forma
militarista de gobernar”. Le pregunté si alguna vez reconsideró su opinión
sobre Chávez. “Solo un día”, dijo con una sonrisa. “Cuando habló de
microcréditos para los pobres”.
Cuando
Chávez asumió el poder y comenzó a hacer planes para convocar una Asamblea
Constituyente que creó una nueva Constitución, López hizo campaña para
participar como diputado. Pero perdió esas elecciones y se unió con otros dos
candidatos fallidos para crear un nuevo partido político, luego ingresó en la
campaña de 2000 para ser el alcalde de Chacao, el municipio más próspero de
Caracas. En esa votación ganó el cargo con el 51 por ciento de los votos.
Durante
sus ocho años como alcalde de Chacao, López llamó la atención internacional.
Comenzó elevando los impuestos a los negocios a la vez que ofrecía incentivos
para que las empresas se mudaran a su municipio. Con esos ingresos comenzó una
serie de obras públicas, la construcción de clínicas de salud, escuelas, un
teatro, un mercado público y un centro de recreación. Cuando tenía poco más de
30 años todavía seguía soltero, siempre se arremangaba las mangas de sus
camisas para asistir a los actos y, antes del amanecer, aparecía en las escenas
de los crímenes para monitorear la labor de los detectives.
En
Caracas, una ciudad famosa por sus índices delictivos, implementó medidas
policiales que fueron populares en Estados Unidos como la política de
“tolerancia cero” y los análisis multivariables de seguridad. Su plataforma de
gobierno fue una combinación heterodoxa de iniciativas que abarcan todo el
espectro político, desde medidas inspiradas en la izquierda como elevar los
impuestos corporativos hasta métodos conservadores como implementar eficientes
modelos de vigilancia. A los vecinos les encantó. En 2004 fue reelegido con el
81 por ciento de los votos y durante su segundo mandato conoció a Lilian
Tintori, una conocida presentadora de radio y televisión quien es su actual
esposa. En 2008, López dejó su cargo con el 92 por ciento de aprobación y una
clasificación de la City Mayors Foundation que lo ubicaba como el tercer mejor
alcalde del mundo.
Al
hojear su currículo es evidente por qué la gente suele admirar a López, pero
incluso mientras crecía su prestigio como alcalde de Chacao, se estaba
convirtiendo en una figura polarizadora. Al final de su segundo mandato, era
uno de los políticos jóvenes más prometedores de Venezuela y también uno de los
dirigentes que tenía más conflictos con los demás.
Dentro
del movimiento opositor, López representaba un ala radical. Sin embargo, el
término “radical” suele usarse de manera engañosa para referirse a este
dirigente. Él está a favor de un modelo económico mixto de servicios sociales
expansivos en atención médica, educación y vivienda, compensado por un gran
sector privado de manufactura e industria. En el espectro de la política
estadounidense, por ejemplo, probablemente pertenecería al ala progresista del
Partido Demócrata. Donde se puede describir a López como un radical es en la
forma en que asume su actividad política. Él cree que una campaña incesante de
manifestaciones callejeras y desobediencia civil es esencial para desafiar al
gobierno autoritario. En 2002, cualquier persona que caminara por Caracas tenía
buenas posibilidades de ver al alcalde de Chacao parado en la banca de un
parque público, gritándole a una multitud con un megáfono.
Cuán
útil fue esto para su proyecto de construir un partido político con potencial
de gobierno es una cuestión de opinión, pero López creía que su movimiento no
llegaría a ninguna parte confiando en la mecánica de los partidos
tradicionales. Una forma de medir el éxito de su estrategia es estudiar las
reacciones que provocó. López se convirtió en un blanco frecuente de ataques
físicos y administrativos. De 2002 a 2006, hubo tres intentos importantes para
acabar con su vida, uno de los cuales lo dejó acunando a uno de sus
guardaespaldas que murió por un disparo que estaba destinado contra él.
Durante
su mandato como alcalde, la contraloría lo acusó de pagar los gastos
municipales con una partida incorrecta de su presupuesto y le prohibió
postularse a cargos públicos hasta 2014. López apeló la decisión y se preparó
para aspirar a la alcaldía de Caracas. Lideraba las encuestas con el 65 por
ciento de los votos cuando el Tribunal Supremo de Justicia ratificó la decisión
del contralor. La Corte Interamericana de Derechos Humanos dictaminó que la
prohibición era ilegal y ordenó al gobierno de Venezuela que dejara competir a
López, pero el gobierno ignoró la orden y desde entonces se le ha prohibido
ocupar un cargo público.
Para
2008 comenzó a tener enfrentamientos con otros líderes de la oposición. Se fue
del partido que ayudó a fundar, se unió a otro movimiento y pronto también tuvo
problemas con su liderazgo. En agosto, ese partido lo expulsó, y López comenzó
a hacer planes para crear otro más. Los diplomáticos estadounidenses en Caracas
no estaban seguros de qué hacer con él. Un cable clasificado enviado a
Washington describió su rebelión como “muy publicitada” y señalaba que López no
dudaría “en romper con sus colegas de la oposición para salirse con la suya”.
Otro se refirió a él como “una figura divisiva” que “a menudo era descrito como
arrogante, vengativo y hambriento de poder”.
En
2012, debido a la sentencia que le impedía postularse para ejercer cargos
públicos, López apoyó a Henrique Capriles, el candidato de la oposición en las
elecciones presidenciales. Chávez lo venció por un margen de 10 puntos pero
murió poco después, por lo que el país volvió a celebrar elecciones. Cuando las
autoridades electorales anunciaron que Maduro había ganado por un punto
porcentual, López denunció que hubo fraude y convocó al movimiento opositor a
organizar una manifestación pública. La mayoría de los líderes opositores
descartaron la idea pero, en enero de 2014, López llamó a sus seguidores a
tomar las calles. En febrero, las protestas estaban surgiendo en todos los
estados. El 12 de febrero, López reunió a miles de estudiantes en un parque de
Caracas. Después de su discurso marcharon hasta la sede de la Fiscalía General
de la República, ubicada a poco más de un kilómetro.
Algunos
manifestantes comenzaron a lanzarle piedras al edificio. Aparecieron oficiales
de seguridad y dos manifestantes fueron heridos por disparos. Aunque López se
había ido antes de que comenzara la violencia, los funcionarios lo acusaron de
ser el “autor intelectual” de la escaramuza, y la fiscala general emitió una
orden de arresto. Esa noche, López y Tintori se refugiaron en el departamento
de un amigo y grabaron un mensaje de video. “Le quiero decir a todos los
venezolanos que no me arrepiento de lo que hemos hecho hasta ahora”, dijo
López. Pasó unos días escondido y luego grabó otro mensaje en el que le pedía a
sus partidarios que el 18 de febrero se reunieran en la plaza José Martí,
vestidos de blanco como señal de paz para dar testimonio de su entrega a las
autoridades.
Esa
mañana se subió a una motocicleta y entró en la ciudad. Una gran multitud se
estaba reuniendo y la policía había establecido puntos de control para
interceptarlo. López intentó evitarlos, pero no pudo. Finalmente, se acercó a
un grupo de policías del municipio Chacao y se quitó el casco. Los oficiales lo
reconocieron, lo saludaron y lo dejaron pasar. López vio que la multitud se
extendía en todas direcciones. Miles y miles de personas acudieron vestidas de
blanco. Los dirigió hasta la estatua de José Martí, el héroe de la
independencia cubana, y trepó al pedestal para mirar el mar de rostros. Alguien
le entregó un megáfono y se dirigió a la multitud. “Si mi encarcelamiento vale
para el despertar de un pueblo”, gritó frente a sus simpatizantes, “bien valdrá
la pena el encarcelamiento infame que me plantea, directamente, con cobardía,
Nicolás Maduro”.
Después
de pronunciar un breve discurso bajó del pedestal, donde los soldados lo
esperaban para arrestarlo. Lo llevaron a un vehículo blindado, pero la multitud
lo rodeó. Pasaron algunos minutos, luego media hora y el camión quedó atrapado
por la multitud. Alguien le dio a López un auricular conectado a los parlantes
externos del vehículo. Le dijo a la multitud que estaba a salvo y que deberían
despejar el camino para que pasara el camión. Lentamente, casi a regañadientes,
despejaron el camino de López a la prisión.
Las
autoridades lo confinaron a una torre de concreto en una base militar ubicada
en las afueras de la ciudad, acusándolo de terrorismo, incendio y homicidio.
Amnistía Internacional condenó su enjuiciamiento como “una afrenta a la
justicia y a la libertad de reunión” y “un intento de motivación política de
silenciar la disidencia en el país”. Para su comparecencia inicial lo sacaron
de su celda en medio de la noche y lo llevaron a presentarse ante la jueza adentro
de un autobús, lo que se conoce como tribunal móvil.
El
resto de los procedimientos legales se efectuaron en el Palacio de Justicia de
Caracas, un edificio de cinco pisos que se extiende a lo largo de 140.000
metros cuadrados en el centro de la ciudad. Durante los siguientes diecinueve
meses fue trasladado casi cien veces hasta esas instalaciones, en una caravana
de vehículos blindados con oficiales que portaban chalecos antibalas. Siempre
iba esposado, custodiado por dos guardias armados con ametralladoras mientras
dos más lo escoltaban. Cada vez que López aparecía en los tribunales, el
Palacio de Justicia se cerraba.
En
el juicio nadie acusó a López de ser violento. Los fiscales redujeron los
cargos, argumentando que inspiró violencia en otros. Trajeron a un experto
lingüista para examinar las transcripciones de sus discursos y afirmaron que su
mensaje de protesta pacífica disfrazaba un llamado “subliminal” a la violencia.
Presentaron a más de cien testigos, algunos de los cuales aseguraron que habían
sido afectados por los mensajes subliminales. López intentó presentar a sus
propios testigos, pero el juez no lo permitió.
Tanto
la jueza que firmó su orden de arresto como el fiscal principal y la fiscala
general se arrepienten de sus actuaciones en el caso. La jueza que firmó la
orden luego admitió que había sido forzada a hacerlo. El fiscal principal,
después de huir del país, denunció el caso contra López como “una farsa” y dijo
que “el cien por ciento de la investigación fue inventada”. La fiscala general,
Luisa Ortega, escapó a Colombia el verano pasado y denunció que Diosdado
Cabello, el vicepresidente del partido de Maduro, le ordenó perseguir a López.
Contacté a Ortega hace algunas semanas y nos encontramos para tomar un café en
Bogotá. Cuando le pregunté sobre los cargos criminales contra López, ella movió
la cabeza con consternación. “Sin lugar a dudas”, dijo, “Leopoldo López es un
preso político”.
Ortega
me dijo que fue ilegal encarcelar a un civil como López en una prisión militar.
En el transcurso de tres años, sus condiciones empeoraron progresivamente. En
la etapa inicial se le permitía leer y escribir, y una universidad local le
ideó un programa de estudios. Leyó a poetas venezolanos, a Ralph Waldo Emerson,
el diario de Ho Chi Minh y una biografía de Nguyen Van Thuan. Estaba devorando
varios volúmenes a la semana, hasta que los funcionarios comenzaron a
restringir lo que podía leer. Finalmente, le prohibieron todo excepto la
Biblia. La leyó desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Y luego también se la
quitaron.
Lo
trasladaron a una nueva celda y luego a otra. Pasó meses en confinamiento
solitario en una habitación de 3 metros por 1,80. Se sentaba en silencio
tratando de rezar, meditar y evocar cualquier posible motivo de gratitud: intentaba
sentir su respiración y recordaba que su esposa e hijos estaban a salvo.
También se acercaba a la ventana para escuchar la conmoción del mundo exterior:
un camión que pasaba, el sonido del viento, los trinos de un pájaro.
Como
no tenía acceso a libros, reflexionó sobre los que ya había leído. Recordó las
biografías de los líderes no violentos y la “Carta desde la cárcel de
Birmingham” de King, y comenzó a preguntarse si lo que tenían en común no solo
era su compromiso con la resistencia, sino una observación más profunda sobre
el carácter de la historia. Esto se refleja con claridad en la obra de King. Su
objetivo nunca fue solo provocar o confrontar, sino que intentó localizar el
punto de apoyo entre el conflicto y la mediación, para producir una avalancha
de presión que obligara a los funcionarios a reaccionar mientras conservaba una
fe casi irracional en la buena voluntad que tenían.
“Tuve un momento de iluminación”, recordó
López. “Fue durante una noche en la que no podía dormir y me movía de un lado a
otro de la cama, pensando en el hijo de puta que era el director de la prisión.
Estaba muy molesto y, al día siguiente, me desperté y dije: ‘¿Qué estoy
haciendo? Este tipo me está quitando mi tranquilidad, mi sueño'”. Se dio cuenta
de que la acumulación de su ira amenazaba con distorsionar toda su forma de
pensar. Entonces comenzó a separar la indignación de su furia. Continuó
desafiando las reglas arbitrarias de la prisión, escribiendo y mandando al
exterior una serie de mensajes subversivos, pero cuando los guardias entraban
en su celda para buscar los mensajes, gritando y destrozando sus cosas,
intentaba mantener la calma.
Se
apartaba, levantaba las manos en una postura de autodefensa y decía en un tono
moderado que se protegería si era necesario. El resto del día, en las
interminables franjas de soledad, trató de sincerarse sobre lo que le había
costado la ira. No solo era una amenaza para su estado mental, sino también
para su política, su movimiento y la forma en que concebía el futuro.
“En
el pasado, me confrontaba con las visiones diferentes”, me dijo. “Ahora
entiendo que todas son necesarias para salir de este desastre”. Pensó en los
libros que había leído sobre la Europa de la posguerra y en el surgimiento de
Sudáfrica después del apartheid, y se dio cuenta de que Venezuela nunca será
estable mientras se mantengan las divisiones. Es necesario forjar, como Mandela
con F. W. de Klerk o King con Lyndon Johnson, cierta confianza entre la
oposición y los partidarios del chavismo. “Mucha gente de la oposición tiene
resentimientos, y lo entiendo”, me dijo. “Pero creo que nuestra responsabilidad
es ir más allá del resentimiento personal. Cuatro años de prisión me han dado
la posibilidad de ver las cosas de otra manera, de poner la rabia en perspectiva”.
Hace
algunos días estaba hablando con López un poco antes de la medianoche. Su
familia dormía y él aprovechaba esas horas de tranquilidad para prepararse ante
la posibilidad de que la publicación de este trabajo pudiera causar su regreso
a prisión. Esto es algo de lo que hemos hablado muchas veces. Su hija mayor
tenía solo 6 años cuando él fue a prisión por primera vez y 10 cuando regresó a
su casa. Su hijo tenía menos de un año y ahora estaba empezando a conocer a su
padre. A fines de enero, López y Tintori tuvieron una segunda hija, y le
preocupa pensar que pasarán años antes de volver a ver a sus hijos.
“No
es fácil”, dijo en voz baja. “No es fácil, pero tengo la responsabilidad de
decir lo que pienso. Llevo cuatro años en prisión por decir lo que pienso y, si
me censuro, la dictadura me derrota”. López piensa que, con el liderazgo
correcto, Venezuela podría recuperarse. Piensa en los tiempos de posguerra en
Japón, Corea del Sur y Europa. Sabe que la estabilización del bolívar puede
lograrse asociando su valor al de una moneda extranjera y que, con un nuevo
gobierno, el sector privado regresará. Cree que la producción petrolera del
país se recuperará con una buena administración y ha estado trabajando durante
casi una década en un plan para convertir a la compañía petrolera nacional en
una especie de fideicomiso de Seguridad Social, con acciones de inversión
asignadas al público para las jubilaciones, el sector educativo y las
emergencias.
El
desafío es llegar a un punto en el que pueda iniciarse cualquier parte de ese
proyecto. A medida que se profundiza la crisis en Venezuela, el camino hacia
una transición parece más oscuro que nunca. Políticos, historiadores y
asesores: todos tienen algún tipo de propuesta, pero el problema es que, si se
estudia cada uno de los planes, ninguno tiene muchas posibilidades de ponerse
en práctica. O de funcionar. Comenzando por el gobierno de Donald Trump, que
últimamente ha sugerido la posibilidad de un golpe militar. En febrero, el
secretario de Estado estadounidense, Rex Tillerson, reflexionó sobre la
situación del país y dijo que en el contexto de la historia de América Latina
“los militares son los que se encargan de eso”, a lo que el senador Marco Rubio
agregó en su cuenta de Twitter que el ejército venezolano debería “restaurar la
democracia mediante la remoción del dictador”.
Además
del hecho de que derrocar a un dictador no es una garantía de democracia, no
hay muchas personas en Venezuela que consideren probable que se efectúe un
golpe. Hace algunas semanas me encontré con el líder que se instaló brevemente
en el poder gracias al último golpe militar, Pedro Carmona, quien me dijo que
el ejército había sido purgado de disidentes, con altos oficiales cuya pureza
ideológica es monitoreada por el servicio de inteligencia cubano. “El G2 tiene
una instalación en Caracas espiando al ejército venezolano”, dijo. “Entonces,
en el aspecto militar, lo mejor que podría esperar es que no repriman a la
gente”.
La
presión desde el exterior también ha tardado en consolidarse. Los críticos
acusan a los miembros de la Organización de Estados Americanos de no haber
logrado restringir al gobierno de Maduro, que mantiene convenios petroleros con
varias naciones miembro. Una coalición más pequeña de países latinoamericanos se
ha unido a Canadá para crear el Grupo de Lima, cuya vociferante condena a la
represión política no se ha traducido en acciones concretas.
En
los últimos años, las sanciones estadounidenses se han endurecido de manera
constante. Luego de un prolongado debate entre el Consejo de Seguridad Nacional
(NSC, por su sigla en inglés) y el Departamento de Estado, el gobierno de Obama
impuso sanciones limitadas en 2015, principalmente dirigidas a los activos
financieros de algunos líderes venezolanos. Mark Feierstein, quien ese año
asumió la responsabilidad de implementar en el hemisferio occidental las
políticas del Consejo de Seguridad Nacional, me dijo que el gobierno
estadounidense perdió una oportunidad crítica de influir en la negociación de
2016 entre el gobierno de Maduro y la oposición.
“El
NSC, o al menos yo, estaba inclinado a actuar más rápido”, dijo, “y creo que
las negociaciones fracasaron en gran medida porque se eliminó la presión”. El
gobierno de Trump ha ampliado el programa de sanciones, pero saber hasta qué
punto profundizar esas medidas, ampliarlas o llegar a restringir la importación
del crudo venezolano, nos remite al cálculo brutal de cuánto resentirían esas
decisiones al pueblo venezolano, y si aumentar su miseria provocaría un
levantamiento o simplemente empeoraría la crisis humanitaria.
En
los últimos meses también se han desatado los rumores sobre una guerra. Trump
hizo sugerencias de una “opción militar” en Caracas, e incluso voces
relativamente moderadas han comenzado a fantasear sobre el enfrentamiento. En
enero, el académico de Harvard Ricardo Hausmann, quien fue ministro de
Planificación de Venezuela de 1992 a 1993, publicó una propuesta que sugería
que el congreso invitara a una fuerza de invasión multilateral que ayudara a la
instauración de un nuevo gobierno, haciendo una comparación con la liberación
de Europa.
Hablé
con varios líderes opositores que celebran esa idea, pero puede que eso sea más
un reflejo de la desesperación del país que una propuesta inteligente. Es
difícil imaginar a Rusia y China, después de años de apuntalar la economía
venezolana a cambio de petróleo, permitiendo que una invasión extranjera
amenace sus inversiones. Una preocupación mayor radica en el ámbito interno:
Maduro tiene casi un 30 por ciento de aprobación en medio de una economía
devastada, pero nada le generaría tanto apoyo como un ejército de ocupación.
Venezuela es una sociedad fuertemente armada y cada vez más violenta. Invitar a
una intervención militar es crear una guerra civil.
Hace
algunos meses era posible imaginar un camino electoral para el cambio, pero en
la actualidad casi todos los partidos de la oposición han sido inhabilitados
para postularse. La noche del 15 de febrero Maduro dio un paso más,
interrumpiendo las transmisiones de televisión y radio para anunciar que el
partido que López fundó en 2009 no es una organización política, sino un “grupo
fascista violento” que opera “fuera de la ley”. Cuando hablé con López la
mañana siguiente dijo que 87 líderes del movimiento ya estaban en prisión. Los
que se quedaron se preparaban para convertir al partido en una “organización
clandestina”. Pronto, dijo, podrían reducirse a reuniones secretas y arrojar
panfletos en las esquinas con camionetas sin placas.
Pero
incluso cuando las condiciones empeoraron de forma vertiginosa, observé cómo
López trataba de incorporar lo que aprendió en la prisión a su vida diaria.
Incapaz de hablar públicamente, desarrolló una red de canales privados,
reconectando con los líderes de los partidos políticos en los que antes militó,
haciendo contactos con los funcionarios del gobierno de Maduro, los ministros
de relaciones exteriores y los jefes de Estado. Durante la reciente negociación
entre los líderes de la oposición y el gobierno, López estuvo en contacto con
todas las partes; incluso después de que su partido se retirara del diálogo,
continuó consultando con los líderes que permanecieron en la mesa. Cuando las
disputas se extendieron, proporcionó un canal de comunicación, un centro
invisible en el que parecía que todas las vertientes se conectaban.
López
también se mostraba flexible en sus ideas sobre la transición. En la mayoría de
nuestras conversaciones se opuso firmemente a la idea de una acción militar
pero, una noche que hablamos, dijo que estaba empezando a pensar de manera
diferente. Un mecanismo no deseado podría generar un cambio que sería
bienvenido.
“En
1958, hubo un golpe militar que comenzó la transición a la democracia”, dijo.
“Y en otros países de América Latina hubo golpes de Estado que convocaron
elecciones. Entonces no quiero descartar nada, porque la ventana electoral se
ha cerrado. Necesitamos avanzar en muchos niveles distintos. Uno son las
protestas callejeras; otro es la coordinación con la comunidad internacional.
Así es como estoy pensando ahora: necesitamos aumentar todas las formas de
presión. Cualquier cosa, cualquier cosa que deba suceder para convocar una
elección libre y justa”.
Si
bien fue contradictorio escuchar esa declaración de López, vino acompañada por
otro cambio. Durante varios meses, la policía secreta lo había visitado cuatro
veces al día para fotografiarlo con una copia del periódico del día.
Últimamente, López comenzó a invitar a pasar a los agentes. Hace poco habló con
uno durante más de dos horas, le ofreció un trozo del pastel del cumpleaños de
su hija y conversaron sobre la crisis inflacionaria y la reciente masacre de un
pequeño grupo rebelde. “Hemos desarrollado, no diría una buena relación, sino
una relación”, dijo.
Pensando
en todos estos cambios, me pareció que López trataba de lograr un equilibrio
cada vez más difícil. Estaba dispuesto a aceptar propuestas que hace seis meses
le parecían aborrecibles, pero también estaba haciendo un esfuerzo mayor para
abrirle la puerta al diálogo. La lucha que enfrenta es una versión
intensificada de la tensión presente en toda la historia. Y lo hizo para
determinar el esquivo punto de apoyo entre su ira y su fe.