Crónica. Aljer “chino” Ereú.
BEATRIZ
LA
MISTERIOSA DAMA DEL MASPARRO
(RELATO)
Por:
Aljer
Aquella
mañana del dos de febrero de 1920 no sería como otras, al menos en el pequeño
enclave ribereño llamado Guasdualito, pueblito agreste de cuatro calles
angostas y pulverulentas, en las que un botiquín a medio surtir, una iglesia,
la pulpería de Mateo Panza y el viejo cuartel al mando del general Ramírez,
eran los elementos civilizadores, en donde la cotidianidad provinciana tenía
sello de serenidad y sosiego. Sin embargo, en pocas horas el silencioso poblado
se estremecería con el estridente silbato del steam boat El Masparro,
embarcación perteneciente a la Compañía Venezolana de Navegación Fluvial y
Costanera (CAVN). ¡Llegó el barco, llegó el barco! era la noticia común entre
niños y adultos. Pero lo no común, era una extraña, misteriosa y hermosa mujer
de tez nívea con rasgos europeos, que bajaría elegante y lentamente por la
escalinata de la embarcación.
La
noche anterior en el aparador de Eufrasio Rodríguez ubicado por La Costa del
Caño, el arpa, cuatro y maracas armonizaron la noche sideral, en la que
entronizados cantadores de corridos versaron a los cuatro cardinales sus
ocurrentes rimas; uno de ellos a quienes nombraban como el negro Nicanor,
corpulento hombre de cuarenta años se ganaría los aplausos de los asistentes y
las disuasivas miradas de las meretrices, el motivo, además de su voz
portentosa voz, era la historia contada en sus versos de Beatriz, una hermosa
joven que había venido desde otra parte del mundo huyendo con su esposo de las
penurias causadas por la gran guerra. Según su trova era hija de nobles
europeos, casada con un aviador español, el cual había perecido en las
profundidades del serpental Orinoco, y a la que se le atribuían poderes
sobrenaturales.
Todo
un acontecimiento festivo era el arribo de la embarcación, días de júbilo y
jolgorio, en que los más acaudalados comerciantes recibían por encargos sus
mercancías provenientes de Europa. Finas telas, cajas de brandy, sal, azúcar y
mantequillas, eran los principales suministros convenidos y pagados sin mora en
morocotas. Sitio de afluencia obligada por la muchedumbre era el expendedero de
Manuel Centella, ubicado al final de la Calle Real, en donde se podía disfrutar
con tranquilidad de jugos naturales y un fermentado atol criollo energético
preparado por su virtuosa esposa. Al lugar llegaría la extraña dama del
Masparro (como empezó a ser identificada
por los inquietados locales). Preguntaría el cargador de la valija de aquella
mujer al expedito despachador sobre alguna posada, teniendo como repuesta que
lo mejor del pueblo para visitantes era la pensión de Silveira Castillo, sin
embargo, uno de los observantes de origen italiano, se acercaría a la
distinguida dama ofreciéndole su casa como estadía, invitación que esta
aceptaría con recelo.
La
cetrina tarde de aquel día dio paso a la noche, y la deflagración de las
lamparillas de kerosén iluminaron la sala y rincones de aquella
mansión de madera, minuciosamente decorada al mejor estilo italiano,
como recordando el esplendor de la madre patria meridional, tan lejana pero tan
cerca en recuerdos. El esmerado anfitrión encargaría a su esposa y criadas la
mejor de las atenciones para aquella fémina, cuyo escaso y casi inentendible
español le concedían admiración por parte de aquel sexagenario italiano, quien
veía ella además de una mujer encantadora, a una dama muy culta poseedora de
cualidades excepcionales. Y equivocado no estaba en su conjetura. Ya en el disfrute del gourmet vinieron a
relucir temas de arte universal, en donde la intrigante huésped por sus amplios
conocimientos ganaría más admiración en
los presentes; sus citas en latín y francés fueron el postre de aquella distinguida
velada.
Terminado
el agasajo, la dama del Masparro fue llevada a la habitación de convidados en
el segundo piso. Miriam la ama de llaves, siguiendo las órdenes expresas de su
regente, previamente había dispuesto la
habitación con suma prestancia, para hacer lo más confortable posible la
permanencia a la distinguida invitada. Algo que le llamaría la atención de la anglosajona fue su escaso
equipaje, un portapliegos negro de piel brillante que, con exagerado celo su
dueña procuraba no descolgarlo de su brazo derecho, la conserje igual notaria
por descuido de la visitante un curioso tatuaje en la palma de su mano
izquierda y, para fundarle más desconfianza era el hecho de que Bruno, el gato
siberiano mascota de la familia, desde la llegada de la invitada, cambiaría su
habitual forma de ser, emitiendo constantes maullidos gemebundos, lo que no
había pasado desapercibido a ninguno de los presentes, al estar frente a frente
el escurridizo felino y la mujer, el primero saldría despavorido perdiéndose en
la lobreguez de la noche.
Rítmicamente
el soldadesco compás del reloj fue marcando los intervalos nocturnos. Cerca de
la media noche empezarían a oírse extraños ruidos provenientes de la habitación
de la misteriosa ocupante, Mirian sería la primera en oírlos, con las fibras al
máximo, despertaría a su compañera de cuarto y le expresaría:
-Eugenia,
escucha, oye esa conversación; presta atención a esos ruidos, yo sabía que esa
mujer era bruja-fue su primera deducción.
Atemorizadas
optaron por implorar un rosario; estando en ello, el retumbe de un gran golpe
en el techo las suspendería de miedo, haciéndolas enmudecer por completo, sus
exangües miradas solo eran el reflejo del terror que cada una de ellas
penosamente entendían. Seguidamente las añejas farolas de aquella casona se
apagaron al mismo tiempo, como en preludio fantasmagórico de lo que
vendría. A escasos metros de la vieja
casa de tabla, en la iglesia del pueblito, el presbítero Contreras, en su
habitual vigilia observaría en el cielo una gigantesca sombra que se posaría en
el campanario. Con la coraza del siervo de Cristo subiría por las escaleras de
madera para identificar a la extraña silueta voladora, para su sorpresa, se
encontraría con la elegante dama a quien había tenido el gusto de saludar en un
afable latín. Desconcertado, el vicario del Carmelo solo atinaría a vociferar
parte de una liturgia, la contra respuesta no se haría esperar. Se iniciaba la
pugna entre el bien y el mal… (Continuará)
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