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Sandra
tiene 33 años y vive en el Ecoparque de Buenos Aires. Es una orangutana mestiza
a quien la justicia argentina ha reconocido sus derechos como “persona no
humana”. Sus tutores legales quieren trasladarla a una reserva estadounidense.
Sandra
nació el 14 de febrero de 1986 en el zoológico de Rostock, en lo que entonces
era la República Democrática Alemana. No se sabe mucho sobre su infancia, salvo
que su madre la rechazó. Creció en soledad. La enviaron al zoológico de
Gelsenkirchen y en septiembre de 1995, con nueve años, fue vendida al zoológico
de Buenos Aires. Allí se le encontró un compañero temporal con quien engendró a
Sheinbira, una hembra. Sandra repitió la historia familiar: no quiso a su cría.
Como su propia madre, carece de instinto maternal. De Sheinbira se perdió la
pista. La compró un intermediario y se cree que está en algún lugar de Asia.
Sandra permanece sola. Es el único animal de su especie en Argentina.
Hasta
aquí la historia previsible de un animal en cautiverio. Lo que ocurrió a partir
de 2014 resulta mucho menos previsible. La Asociación de Funcionarios y
Abogados por los Derechos de los Animales (AFADA), representada por el abogado
constitucionalista Andrés Gil Domínguez, consideró que la situación de Sandra,
“encerrada en una caja de cemento”, era intolerable y acudió a los tribunales
para reclamar que dejara de ser considerada “cosa” u “objeto”, como establece
el Código Civil y Comercial argentino. En marzo de 2015, el asunto llegó al
Juzgado Contencioso, Administrativo y Tributario número 4 de la Ciudad de
Buenos Aires, dirigido por la juez Elena Liberatori. Y ahí empezó a gestarse
una sentencia sensacional. Empezó a gestarse también una peculiar relación
afectiva entre una juez progresista y habituada a la polémica y una orangutana
solitaria y, según sus cuidadores, crónicamente deprimida.
El
25 de agosto de 2014, después de la iniciativa de AFADA, Julio Conte-Grand,
procurador general de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, publicó en el diario
conservador La Nación un artículo titulado “Darwin ha muerto” en el que
afirmaba: “La idea de otorgar personalidad jurídica a los animales, amén de
configurar una ruptura con la visión clásica y un abierto rechazo a pautas
distintivas básicas de naturaleza metafísica y antropológica, representa la
literal y fatal descalificación de la teoría darwiniana, ya que parte
importante de esa corriente de pensamiento, al tiempo que reclama el
reconocimiento de la personalidad de los animales no humanos, se la niega a los
embriones humanos”.
La
conclusión de Conte-Grand era la siguiente: “Se postula, en consecuencia, que
el ser humano, en alguna de las etapas de su vida, constituye una instancia
evolutiva inferior a la de los monos. ¿Entonces el mono desciende del hombre?”.
El
artículo de Conte-Grand suscitó críticas de numerosos científicos argentinos
y, desde España, de la entidad Proyecto Gran Simio. El diario izquierdista
Página 12 publicó la respuesta al fiscal de 253 profesionales de la biología,
bajo el título “Darwin sigue vivo, y también las malas interpretaciones de la
teoría evolutiva”.
El
caso de Sandra había abierto ya una gran polémica. Entretanto, la juez
Liberatori preparaba su sentencia. Leyó, por ejemplo, Los animales no humanos,
del jurista y sociólogo italiano Valerio Pocar, y El lenguaje de los animales,
de la etóloga estadounidense Temple Grandin. Habló largamente con Lucía
Guaimas, antropóloga y funcionaria de su propio juzgado. No llegó a descubrir,
antes de emitir sentencia, la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia
(2012), en la que un grupo de neurocientíficos, en presencia del astrónomo
Stephen Hawking, proclamó que “los animales no humanos poseen substratos
neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de
consciencia, junto con la capacidad de exhibir comportamientos intencionales”.
Liberatori conoció unos meses más tarde esa declaración, pero su decisión
estaba tomada.
El
21 de octubre de 2015 se emitió sentencia: Sandra fue reconocida como “sujeto
de derecho” (no “objeto”) y se ordenó al gobierno de la ciudad de Buenos Aires,
propietario del zoológico y, por tanto, de la orangutana, que garantizara al
animal “las condiciones naturales del hábitat y las actividades necesarias para
preservar sus habilidades cognitivas”.
Con
información de El País.