Por José Àngel Jiménez Pérez.
Había una vez en un pequeño pueblo, donde una abuela venezolana llamada Doña Rosa, famosa por su amor por la comida y su humor contagioso. Cada domingo, en su cocina, preparaba unos pastelitos de carne molida y dulce de arequipe que eran el orgullo del vecindario. Pero lo que realmente hacía especial a Doña Rosa no solo era su delicioso sabor, sino la magia que ponía en cada creación.
Un día, mientras revolvía la masa con una sonrisa pícara, pensó en cómo podía hacer algo único para que sus nietos, que vivían lejos en Venezuela, sintieran una gota de esa misma alegría. Entonces, se le ocurrió una idea brillante: crear una flor comestible con la masa de pastel, que no solo fuera hermoso, sino que también recordara a las flores de su tierra que tanto extrañaban.
Recortó pequeñas porciones de masa, moldeándolas con delicadeza en forma de pétalos, y las fue armando en una especie de flor vibrante y colorida. En medio, colocó un poquito de dulce de arequipe, que parecía el corazón de la flor, y en los extremos, pequeños detalles de carne molida en forma de estambres. ¡Una verdadera obra de arte culinaria y artística!
Mientras la horneaba, Doña Rosa reía y recordaba las historias de Venezuela, la brisa del Caribe, las flores de tamarindo, y cómo esas pequeñas cosas llenaban su corazón de alegría. Imaginaba a sus nietos en la distancia, sorprendidos y emocionados al ver esa flor tan original, que además olía a hogar, amor y recuerdos.
El resultado fue una flor de pastel que parecía tener vida propia, y que no solo decoró su mesa, sino que también alimentó su alma y la de quienes la compartieron. Porque en Venezuela, cada flor, cada sabor, cada recuerdo, tiene el poder de unir corazones, sin importar dónde estén en el mundo.
Abg. JOSE ANGEL JIMENEZ PEREZ