Venezuela ya no es solo esa porción de tierra
entre Colombia, Brasil, Guyana y el Caribe. Venezuela es España. Venezuela es,
también, Estados Unidos o México. Si los países son sus habitantes y de
Venezuela ya se han ido tantos, ¿dónde está Venezuela? “En todo el mundo. Los
venezolanos se han expandido tanto que están construyendo una nueva geografía.
Una geografía que no se ve en el mapa tradicional”, reflexiona el sociólogo Tomás
Páez, coordinador de La voz de la diáspora venezolana (Catarata, 2015).
El primer informe global sobre este fenómeno
migratorio, elaborado por el Observatorio de la Voz de la Diáspora Venezolana
con cifras de los institutos de estadística de los países de acogida, concluye
que más de dos millones de ciudadanos han dejado Venezuela en los últimos 18 años,
desde la llegada del chavismo al poder. La mayoría se ha marchado a Estados
Unidos (entre 400.000 y 450.000) y España (300.000). El éxodo empezó en el
Gobierno de Hugo Chávez (1999-2013) y se ha acelerado, en distintas oleadas
migratorias, al calor de la crisis. “El ritmo de crecimiento de la emigración
es tan rápido que es casi imposible mantener los datos actualizados”, matiza Páez.
“Pero la gente lo puede percibir en el metro o en la calle: no hay lugar donde
no escuches el acento venezolano”.
La diáspora se ve empujada, principalmente, por
los altísimos niveles de inseguridad —28.479 muertes violentas en 2016, según
el Observatorio Venezolano de Violencia— y el cada vez más grave deterioro económico
—con una inflación del 720%, según la proyección del FMI para 2017—. Lo
confirma el estudio, pero también lo dice cualquier venezolano al que se le
pregunte. Páez resume las razones del exilio: “En el cuestionario que hicimos
en más de 40 países preguntamos por qué se iban; decían, por ejemplo, que la única
nevera que estaba llena en Venezuela era la de la morgue o que preferían despedir
a sus hijos en el aeropuerto y no en el cementerio”.
Estados Unidos
Marco Sergent, 43 años, y Ninoska Belardi, 43,
matrimonio originario de Valencia (Venezuela), llegaron en noviembre con su
hija de 17 y su hijo de 8 a Doral, la ciudad de Miami donde se concentran los
venezolanos, también conocida como Doralzuela. Es un municipio en expansión que
todavía incluye elementos tan disímiles como un prado donde pastan vacas y un
campo de golf de Donald Trump. Es, según el censo federal, la undécima ciudad
que crece más rápido de Estados Unidos. Gracias al aluvión de venezolanos. Unos
70.000 en el condado de Miami-Dade (registrados). Doralzuela. Donde Marco y
Ninoska pueden terminar la entrevista fotografiándose al pie de una estatua de
Simón Bolívar; donde antes de la entrevista pueden disfrutar de sendos
cachitos, panes rellenos típicos de su tierra, sentados a una mesa de Don Pan,
una cafetería con una clientela 99% venezolana en la que hace cuatro meses fue
identificado entre los demás clientes un exministro chavista y expulsado entre
insultos y rechinar de muelas.
Belarde viajó en febrero a Venezuela por la muerte
de un hermano. “Sentí un desmejoramiento brutal. Llegué al aeropuerto de
Caracas y no había luz, ninguna escalera mecánica funcionaba, las bandas de las
maletas no se movían y me atendió un agente de inmigración con aliento a dragón”,
recuerda. Después gira el cuello, mira la televisión, ve a una dirigente
chavista y el gesto se le tuerce mudo, sin palabras, ni siquiera un insulto.
Miami es la capital de la rabia antichavista. De
organizaciones del exilio que fiscalizan con severidad a la oposición, cuya
decisión de participar en las elecciones regionales previstas para diciembre se
llega a considerar “una traición”, en palabras por teléfono del teniente
exiliado y opositor José Antonio Colina. “En el exilio”, asegura, “la oposición
tiene un rechazo del 80% o el 90%”. Patricia Andrade, que ayuda a los recién
llegados necesitados, recalca la “decepción” de estos exiliados con los líderes
opositores por no rechazar de plano la legitimidad de cualquier iniciativa del
régimen: “Llegan con el ánimo perdido y diciéndote que gracias a Dios que se
pudieron ir, porque aquello va para largo”.
Sergent es árbitro profesional. Ha arbitrado a
Federer, a Nadal, a Sampras. Sigue en el circuito de élite, pero cuando no
tiene partidos hace Uber para sumar sueldo. Y día a día, minuto a minuto,
escruta su teléfono en espera nerviosa de la última hora de su país. La mitad
de su cabeza —así como el grueso de su familia y la de su pareja— sigue en
Venezuela. “Nosotros estamos aquí, pero el fantasma nuestro está allá”,
explica, la ansiedad removiéndose en su cabeza: “Esto terminará en algo. En
mucha gente muerta en la calle o en un despelote militar. Pero está a punto de
pasar”. Lo desahoga, sin embargo, ver a su hija en Miami. “Aquí se levanta
sonriendo. Todo lo que habla es positivo”.
Ninoska Belarde y Marco Sergent, como —a estas
alturas de la jugada— la mayoría de los venezolanos en Miami, se muestran más
pesimistas que esperanzados en que su país recupere pronto la cordura democrática.
Por ahora —un ahora lleno de incertidumbre y que se pudiera alargar más de la
cuenta— no se ven regresando a su tierra. Su vida es Miami, es Doralzuela,
rodeados de paisanos con los que hacen barbacoas, con los que van a la playa,
con los que se sienten “fuertes y en compañía”, dice Belarde. “Aquí me he
reencontrado con tres cuartas partes de los vecinos de mi calle de Valencia, la
calle Plutón”. Todos saben que, hasta nueva orden, el planeta más alejado de
Doral se llama Venezuela.
España
La crisis ha empujado a miles de venezolanos a “desandar”
los pasos de sus padres o abuelos, a hacer maletas y emprender un camino de
regreso a los orígenes. En esa travesía se encuentra Rosaura Valentini, hija de
una catalana y esposa de Yon Goicoechea, nieto de vascos y canarios. La pareja
del opositor venezolano encarcelado desde hace casi un año en Caracas llegó a
España hace tres semanas con su madre y sus dos hijos, de 5 y 8 años. La
familia se ha instalado en el municipio madrileño de Rivas-Vaciamadrid, donde
espera el inicio del curso escolar. “Mis hijos se quedarán aquí y yo, por Yon,
tengo que moverme entre Venezuela y España. No lo puedo dejar solo. Lo ideal
sería estar en mi país, todos juntos y en libertad, pero eso por ahora es
imposible”.
Unos 208.000 ciudadanos nacidos en Venezuela vivían
en España hasta el pasado 1 de enero, según el padrón continuo del Instituto
Nacional de Estadística (INE). De ellos, 127.700 son españoles y el resto,
80.300, únicamente venezolanos. El Observatorio de la Voz de la Diáspora
Venezolana asegura, sin embargo, que las cifras oficiales se quedan cortas: según
sus datos, en España viven ya más de 300.000 venezolanos. Como en otros países,
un porcentaje importante tiene doble nacionalidad. “Venezuela siempre fue un país
de inmigrantes. Según el censo del 60, el 15% de los siete millones de
habitantes [hoy son más de 30 millones] era inmigrante. Y muchos otros eran
hijos o nietos de inmigrantes”, destaca el coordinador de La voz de la diáspora
venezolana.
Como Valentini y Goicoechea. El dirigente de
Voluntad Popular, el partido de Leopoldo López, permanece en prisión, pese a
una orden de excarcelación emitida en octubre y el reciente archivo de la
investigación en la Fiscalía General. El 29 de agosto de 2016 su coche fue
interceptado por un grupo de hombres armados. Su esposa relata que durante 56
horas estuvo incomunicado, en paradero desconocido, hasta que el régimen aseguró
que había sido detenido con explosivos: “Es un invento del Gobierno para
justificar su secuestro, su detención arbitraria”.
Valentini pide para sus hijos algo tan sencillo
como ver a su padre, una pelea que ha trasladado a la Audiencia Nacional de
España por la doble nacionalidad de su marido. “No hay día que mis niños no me
pregunten cuándo regresará su papá, pero aquí al menos pueden salir a la calle.
Allá tienen que estar encerrados, por las barricadas y por la inseguridad. Aquí
mi madre está más tranquila; allá siempre tiene miedo de lo que me pueda pasar”.
La población con nacionalidad española que llegó
al país el año pasado procedía, principalmente, de Venezuela: 10.285, según el
INE. El organismo destaca, además, el incremento de los inmigrantes venezolanos
en un 75,3% en el último año: de 10.529 llegados en 2015 subió a 18.463 en
2016. La población venezolana en España es mayoritariamente joven: más de la
mitad tiene menos de 35 años, 42.598 de 80.300, según los datos del INE.
En ese grupo se encuentran María Teresa González,
de 25, y Giuseppe Sallusti, de 27, un matrimonio que lleva casi dos años en
Madrid. A ella, periodista, y a él, ingeniero en producción, les ocurrió lo que
a muchos: no veían futuro en Venezuela. Ambos buscaron un máster en España y
aquí siguen todavía, ahora al frente de su propio negocio: una franquicia de
comida. “Yo quería trabajar, producir, no pensar en qué voy a comer ahora”,
cuenta Sallusti, venezolano con pasaporte italiano. “Suena exagerado, pero
cuando llegué, en vez de conocer la ciudad, me iba a los supermercados, a veces
solo a ver qué había. ¡Tienen tanta variedad! Aquí tienen de todo”.
González reconoce que, aunque aquí pueden caminar
tranquilos por las calles, hay noches que no duermen: la violencia logra
quitarles el sueño a 7.000 kilómetros de distancia. “Aquí nos estamos acostando
cuando allá protestan. En Barquisimeto, mi ciudad, la represión ha sido muy
fuerte. Un amigo murió protestando en Cabudare; al parecer, por disparos de
perdigones de un guardia nacional”. En días como ese recuerda las palabras de
su padre: “Me dijo: ‘Me duele que te vayas, pero me tranquiliza saber que estarás
bien, que ya no voy a estar preocupado cada vez que sales’. Nunca quise irme,
pero tener la oportunidad de enviarles medicinas, saber que a mis padres no les
da una crisis de hipertensión, que mi abuela tiene sus pastillas para la
depresión o que mi hermano tiene los antibióticos que necesita, me dice que
vale la pena estar fuera”.
Colombia
Hace una década que este exgerente de PDVSA, que
prefiere no decir su nombre, llegó a Colombia. Salió de su país casi cinco años
después de que la petrolera estatal venezolana despidiera a cientos de
empleados y jubilara a otros tantos. “A los que votamos no en el referéndum
revocatorio de 2002 nos jubilaron sin indemnización”, cuenta al otro lado del
teléfono desde su casa en Bogotá. Durante varios años ejerció la resistencia
política a través de varias asociaciones. “Pero cuando la plata se acabó
comenzamos a emigrar”.
Este hombre forma parte de la segunda gran oleada
de venezolanos que se marcharon cuando aún gobernaba Chávez, entre 2006 y 2007.
La primera fue en 2002. Muchos de sus compañeros de PDVSA se fueron a países árabes;
otros a Estados Unidos, México o Argentina; unos pocos llegaron a Colombia.
Todos persiguiendo el oro negro con el que habían trabajado desde jóvenes. Un
grupo de exgerentes de PDVSA compró y creó empresas en Colombia gracias a una
alianza con canadienses. De aquellos acuerdos surgieron compañías petroleras
como la ya extinta Pacific Rubiales. “En poco tiempo comenzamos a traer a
ingenieros y técnicos de Venezuela”, relata quien fuera hasta hace pocos meses
responsable de estas entidades. Usaban la picaresca legal para evitar los cupos
del 20% para extranjeros. “No era mano de obra; era personal sobrecualificado
que, aun así, aceptaban trabajos en los campos”. Pese a que muchos trabajadores
de PDVSA cambiaron de categoría laboral, los salarios que ganaban en Colombia
eran mayores.
Los resultados que obtuvieron en poco tiempo
sirvieron de argumento para justificar la llegada de tantos venezolanos ante la
resistencia del Colegio de Ingenieros de Colombia. “Llegamos a producir 330.000
barriles de los 900.000 que en aquel momento generaba el país”, asegura. La
nueva oleada de venezolanos que escapan de Nicolás Maduro es diferente de la
suya: “Vienen otro tipo de trabajadores, de otros sectores”. Lo que sí
comparten es el deseo de regresar algún día a Venezuela. “Si mañana se va
Maduro, al día siguiente volvemos todos”.
En 2015 entraron en Colombia cerca de 329.478
venezolanos; en 2016 la cifra fue de 378.965, un crecimiento del 15%, según
datos de Migración Colombia. La Cancillería matiza que no todos llegan para
quedarse: el número de entradas es alto, pero también el de salidas. Solo en el
primer semestre de 2017 se han registrado 263.000 llegadas y 228.000 salidas,
según Migración Colombia. ¿Dónde están los 35.000 restantes? Si han entrado de
manera regular, sellando el pasaporte y obteniendo el visado, podrán quedarse
90 días, con una prórroga de otros 90. Si han entrado por zonas no controladas,
pasan a formar parte de otro censo.