Opinión
Nacional. Alonso Moleiro. Caracas.
El punto más dramático de la crisis en
la cual Nicolás Maduro ha metido a Venezuela consiste en detectar cómo,
llegadas las cosas a tal nivel de gravedad, no se atisba en el equipo de
gobierno el menor interés en revisar o rectificar. La discontinuidad entre lo que
pasa, y lo que el gobierno cree que pasa.
La economía venezolana cae en picada,
los fondos nacionales se evaporan, el valor de los salarios se desintegra y
Miraflores sigue metido en el cuarto de espejos del amor a la ideología. En ese
orden de cosas, es nombrado su nuevo ministro, el inescrutable Luis Salas.
Observa Maduro en esta materia unos niveles de ignorancia e irresponsabilidad
casi criminales.
A cualquiera que lo quiera ver podría
quedarle claro: el chavismo tuvo un amplio marco de opciones, propuestas de
desarrollo de carácter flexible, dentro del ámbito conceptual de la izquierda,
programas algo menos ortodoxos para desarrollar a la nación, que es finalmente
lo que a todos importa.
Entre el Plan de la Patria y un
Memorándum de Entendimiento con el Fondo Monetario Internacional existe todo un
arco de opciones que pudieron y debieron ser tomadas en cuenta por la monocorde
y opaca ortodoxia psuvista. Hace unos cuatro años pudieron haberse tomado
medidas cambiarias racionales, ajustes fiscales responsables. Pudo el chavismo
haber abierto sus compuertas, permitir a los capitales formarse y desarrollarse
en el país. A pesar de la hostilidad de Chávez, había gente interesada en
invertir en el país. Perder los complejos con el mundo bursátil; aprobar incentivos fiscales, animarse de
verdad a competir en el turismo. Adelantar un programa mixto parecido al que
han concretado los chinos, los vietnamitas, e incluso en América Latina,
ecuatorianos y bolivianos.
Hay economistas y pensadores que,
simpatizando con los lineamientos generales del chavismo, se han animado a
proponer nuevos caminos, con flexibilidad, con mayor audacia, preocupados,
seguramente, al constatar cómo la hiperreglamentación y la inconcebible
política cambiaria actual han convertido el aparato productivo en una galleta
de soda. Más dependiente que nunca antes de la tiranía de los precios
petroleros.
Pudieron haber sido ministros, por
ejemplo, Víctor Álvarez, Rodrigo Cabezas o Felipe Pérez Martí. El finado
Domingo Maza Zabala pudo haber sido escuchado con más atención. Pudo haberse
adoptado, finalmente, un pensamiento económico y no un catecismo eclesiástico.
El chavismo escogió lo mismo que hace rato resolvieron los cubanos: equivocarse
a perpetuidad. Perecer, con complejo de mártir, ahogado en el universo de las
consignas sin contenido. Estatizar, controlar, regular, expropiar, invadir.
Organizar congresos y seminarios, renunciar a comprender la economía, perderse
en las frivolidades.
Convertir al mundo del dinero en una
zona de castigo. Tener en el cargo a ministros mudos, incompetentes,
corrompidos e irresponsables. Colocar a los actores económicos bajo el estado
general de sospecha: culpables, salvo que demuestren lo contrario. Organizar una orgía de
francachelas y negocios cambiarios triangulares. Arruinar a Venezuela y luego
plantearse la emergencia económica.
La Federación Farmacéutica Venezolana
está convocando ayuda internacional para suplir la gravísima ausencia de
medicinas vigente en el país. El
gobierno de Maduro sigue orgulloso: están matando a la gente, de hambre o de
mengua, pero todavía no se ha acordado nada con el Fondo Monetario
Internacional. El honor nacional ha quedado intacto.