Prensa. elestimulo.com
La
desesperación a veces impulsa a tomar decisiones apresuradas. Quienes huyen de
un país en caos se encuentran con una dura realidad al otro lado del Atlántico.
No es una situación generalizada, pero hay quienes han dormido en la calle o en
albergues. El perfil de los que migran de Venezuela ya no es el mismo de hace
cinco o dos años
En
su propio país se sienten asfixiados por la inflación, la escasez, la
inseguridad, la falta de oportunidades, la persecución política. Piensan en
salir, huir del oprobio. Consideran España como opción de renovación. Alguien
les dijo que podían conseguir los papeles con facilidad o que, pese a la falta
de documentos de residencia, vivirían mejor que en Venezuela. A diferencia de
los inmigrantes del pasado, esos que tuvieron arcas rebosantes cuando Cadivi
aún existía, o aquellos que aprovecharon cambiar sus bolívares por dólares
antes que se disparara a 3 mil, llegan con unos pocos euros, pero ricos en
delirios. Si logran pasar por el aeropuerto de Barajas sin suscitar sospechas,
se instalan. Pero las cosas no son como pensaban. La vida no es tan rosa como
dice una canción. Al contrario, las adversidades y escollos saltan por doquier:
es difícil conseguir trabajo, el dinero se acaba y las perspectivas son poco
alentadoras. Pasan de vivir en un terreno conocido a dar pasos dudosos. El alma
en vilo en un lugar extraño y sin comodidades.
Si
bien no es común, a veces la intemperie, la calle y el frío como abrigo son las
nuevas opciones. Los casos no abundan, pero es cierto que ha habido venezolanos
en situación de indigencia en España. Lo que hace suponer que está cambiando el
perfil del criollo preparado, título en mano y con divisas en los bolsillos, al
menos para sufragar el cambio mientras se orza el rumbo del porvenir. La prensa
castellana algo comenta y las historias del naufragio migratorio empiezan a
escucharse. Como la de Carlos González Hoyo. Él vivió el vagabundeo en primera
persona.
En
noviembre de 2015, 10 meses después de haber llegado a Madrid, Carlos durmió
durante tres días en la Puerta del Sol, entre el paso de los turistas, los
espectáculos callejeros, los ruidos y movimientos de esta concurrida plaza del
centro de la ciudad. Solo llevaba la ropa que tenía puesta. Antes de eso, se
hospedaba en un apartamento compartido. Tras tener un desacuerdo con quienes
vivían con él, salió de su casa y después no lo dejaron entrar. No pudo
recuperar sus cosas, pese a que hizo la denuncia. Perdió todo lo que tenía y no
contaba con dinero ni teléfono para avisarle a sus conocidos. “Finalmente, me
vio un amigo que pasaba por allí y me quedé en su casa”, recuerda, mientras se
toma un descanso en su trabajo como mesonero en un bar.
Para
Alberto Pérez Levy, presidente de la Asociación Civil Venezolanos en España y
representante de Voluntad Popular, esos casos de exclusión social, de gente que
tiene que dormir en las aceras, son muy puntuales. De todos modos, dan cuenta
de una transformación en el perfil de quienes están migrando últimamente.
“Antes venía mucha gente con doble nacionalidad, con visa de estudiante o
casados con españoles. Tenían sus papeles en regla y un alto nivel educativo.
Pero desde hace dos años, están llegando personas sin papeles y, en algunos
casos, sin profesión. Muchas veces se trata de gente humilde que se gasta todo
su dinero en un pasaje y que llega aquí sin nada”, señala.
El
abogado José Antonio Carrero Araujo, que tiene cuatro años de ejercicio en
España, agrega que quienes llegaban a España entre 2000 y 2005 aprovecharon el
tiempo de bonanza e invirtieron y ganaron mucho dinero. Pero ahora la situación
es distinta: los nuevos llegan con pocos ahorros, desesperados por abandonar un
país que no ofrece seguridad ni calidad de vida. Por eso, se mantienen firmes
en su decisión. A Carlos González Hoyo, por ejemplo, le afectó mucho quedarse
solo en una plaza en pleno otoño, pero no mira hacia atrás: “Nunca me he arrepentido
de haberme venido. Mis pensamientos están en Venezuela, sobre todo por mi mamá,
pero yo no vuelvo sino dentro de 5 o 10 años”.
Al
borde de la mendicidad
Hay
otros ejemplos más extremos, de los que se saben pocos detalles. Hace un par de
meses, un hombre, cubierto con una cobija anaranjada, dormía en una calle de La
Castellana, una exclusiva zona de Madrid. En la foto que circuló por las redes
sociales se veía una caja de cartón a su lado con unas fotografías. Manuel
Rodríguez, secretario general de La Causa R e integrante de la plataforma Ayuda
Venezuela, lo encontró y supo que era venezolano porque vio su cédula de
identidad. “Yo creo que tenía algún problema de drogas o alcohol, porque no
hablaba y estaba un poco agresivo. Sabes que la calle saca lo peor de la
gente”, cuenta. Y agrega que lo llevó a un albergue y después le perdió la
pista.
En
Barcelona también se reportó un caso a mediados de 2016. Un venezolano tenía,
en ese momento, más de un año durmiendo en cajeros automáticos. Adriana Rubial,
representante de SOS Venezuela en esa ciudad, supo la historia a través de una
de las colaboradoras de la agrupación, que estuvo tratando de ayudarlo.
Últimamente no ha tenido más noticias de él.
También
están quienes han encontrado una cama en un centro de acogida. El Servicio
Social de Atención Municipal a las Emergencias Sociales —mejor conocido como
Samur Social— cuenta con ocho centros para personas sin hogar, del total de 54
alojamientos públicos y privados que, de acuerdo con datos de 2014 del
Instituto Nacional de Estadística de España, existen en la Comunidad Autónoma
de Madrid. Rodríguez, que además es colaborador de estos albergues, llevó allí
a una venezolana que se acercó a una de las sucursales de Arepa Olé a pedir
algo de comer para ella y sus dos bebés.
Le
contó que se había quedado sin techo y sin capital. Se estaba alojando en un
hostal, en el que pagaba 20 euros la noche, y una abogada venezolana le
ofreció, por 400 euros, hacer el trámite para que obtuviera su estancia legal
en España. Los pagó y no supo más de quien le hizo la promesa. Llamaba y no
contestaba. Cuando al fin recibió contestación, le dieron una información
falsa: que si denunciaba la estafa, la deportaban. Como ya no tenía suficiente
para pagar la estadía, la botaron del hostal y andaba por la calle con sus
hijos. Rodríguez dice que, como ella, hay alrededor de 15 venezolanos que están
durmiendo en albergues, en esas literas dispuestas en salones amplios, sin
privacidad.
Hay
otros venezolanos que, aunque pueden conseguir un sitio para vivir, se ven
obligados a buscar comida donada en iglesias o instituciones. Rubial escucha
constantemente de venezolanos que piden ropa de invierno porque no vienen
preparados para el frío: “Tengo 10 años en Barcelona, y la verdad es que esto
no se veía. Sí venía gente y la ayudábamos, pero esto no lo habíamos vivido”.
Pese a ese panorama, al que se suma una tasa de desempleo en España de 18,91%
—que se registró en el tercer trimestre de 2016—, cada vez son más: de acuerdo
con el INE, en 2015 llegaron 17.224 venezolanos a territorio español, mientras
que en 2014 esta cifra fue de 11.135.
De
perseguido a refugiado
En
ocasiones no hay tiempo para planificar, ahorrar o despedirse. Así le pasó a
L., un joven venezolano que prefiere mantenerse en el anonimato. En Venezuela
militaba activamente en un partido de la oposición, y por eso el Gobierno
empezó a perseguirlo. Se queda en silencio. Prefiere no dar muchos detalles
sobre las razones de su partida. Pero lo cierto es que a finales de 2015 llegó
a España con 300 euros.
Se
quedó en casa de una amiga por un tiempo, pero el dueño del apartamento no
aceptó que se alojara allí más días sin pagar. Como ya había solicitado el
asilo, pidió ayuda en un Centro de Acogida a Refugiados a cargo del Estado.
Durmió allí durante tres meses. “No tengo ninguna queja. El problema es que uno
no está acostumbrado. Lo bueno es que éramos dos personas en la habitación y
que el otro muchacho también era venezolano. Ahí hay seguridad, te ayudan, te
dan comida y atención médica, están los trabajadores sociales. No la pasé mal.
Pero sí sé de un venezolano que estuvo en un refugio que llevaba una ONG y era
más rudo. Me dijo que estuvo bien porque no durmió en la calle, pero que la
convivencia era difícil. Había que adaptarse a estar con varias personas de
distintas nacionalidades”, cuenta.
Quienes
solicitan asilo —596 venezolanos lo hicieron en 2015, mientras que el año
anterior fueron 124— pueden quedarse en estos centros durante seis meses.
También es posible pedir una prórroga. L. no tuvo que hacerlo. Ya cuenta con el
permiso de trabajo que se ofrece mientras deciden su caso, y vive en una
habitación. “Si hace un año y un mes me hubiesen preguntado dónde quería estar
próximamente, quizás hubiera dicho que en la playa, no sé. Nunca pasó por mi
cabeza que tendría que irme de Venezuela. Esos primeros seis meses fueron muy
difíciles, pero tengo seguridad personal, no me siento perseguido. Vivo sin
miedo. Pero estoy lejos de mi familia, y hasta que no me den respuesta, no puedo
salir de España”.
Estudiantes
sin dinero
Se
trata de un drama ya conocido: el Gobierno no permite el uso de divisas para
estudios en el extranjero. En septiembre de 2016, la Asamblea Nacional aprobó
un acuerdo para declarar la emergencia migratoria de jubilados, pensionados y
estudiantes en el exterior; es decir, un total de 37.000 personas. De ellos,
25.000 salieron del país para completar sus estudios, pero muchos han tenido
que dormir en la calle.
Leonardo
Hernández, uno de los coordinadores en España de Estudiantes Venezolanos en el
Exterior, señala que el problema grave empezó en 2014. Como consecuencia,
algunos han tenido que quedarse en centros de acogida o en el Metro. También
son muchos los que buscan alimentos en las iglesias e instituciones de
servicios sociales: “Son casos temporales y la solidaridad parece minimizar la
gravedad, pero la crisis está allí, no importa si deben permanecer en la calle
una noche o veinte. La causa de todo esto es un aparato represor. En dos años
uno se busca la vida, pero no estamos hablando de la capacidad de salir
adelante, sino de una situación absolutamente violatoria de los derechos”.
Los
nombres se multiplican, las metas se frustran o congelan con los grados bajo
cero del invierno. El sueño de partir por mejor calidad de vida se hunde en un
atolladero de adversidad. ¿Quién dijo que era fácil emigrar? La ironía es otra:
quienes se perdían en la apacible quimera de pasearse entre avenidas y parques
libres del ojo inclemente de la violencia, encontraron hoy las camas tristes
donde resuellan la ilusión de ser alguna vez feliz.