Opinión. Trina Caraballo.
En el intercambio inexorable de nuestra
cotidianidad, los habitantes de esta ciudad debemos interactuar con todas las
formas posibles de anarquía, desobediencia, abuso, impunidad: es decir, con
todas las formas posibles de violencia. Al salir a la calle usted se enfrenta a
un mundo distinto al que dejo al cerrar la puerta. Aquí la situación es
diferente, comienza una batalla por la supervivencia. Si tiene vehículo debe
encomendarse a Dios al encenderlo, para que no se le atraviese un motorizado
porque le desgracia el día; debe pedir que una vez llegado a su destino y
estacione su vehículo, lo consiga de nuevo con sus cauchos o con la batería,
amén de las abolladuras de los motorizados. Si anda a pie se agrava la
situación.
El peatón se consigue una ciudad inhóspita
donde es imposible caminar por las aceras, en algunas calles hasta
inexistentes. Las que hay son un peligro a la integridad física porque corre el
riesgo de caer en un el hueco de una alcantarilla sin tapa o peor aún, están
abarrotadas de escombros, motos, bicicletas y vendedores ambulantes lo que
obliga al transeúnte a tomar la calle para caminar y la mayoría estas con las
cloacas desbordadas, hay huecos, los carros estacionados no dejan espacio por
donde escabullirse, para huir antes que lo atropelle un motorizado. Y, en este
ir y venir hay que enfrentarse a las otras personas que transitan las calles de
esta ciudad mal encaradas, sin las más mínimas normas de cortesía, te empujan
hasta que te obligan a salir de su camino, ya no existen las palabras permiso,
por favor ni nada que se le parezca.
La ciudad se describe a sí misma como
caótica y llena de violencia; peatones intercalados con motorizados que sólo
respetan su toque de corneta continuo, vendedores estacionados sobre rayados
peatonales y aceras, taxistas cazando clientes; un niñito caminando al borde de
la acera mientras la mamá dedicaba toda su atención al tecleo en su celular;
chóferes avanzando aunque la combinación del tiempo del semáforo y el espacio
disponible, no alcanzaría para cruzar sin que cometieran una infracción. Muchas
groserías en el ambiente, insultos y humillaciones en las colas a las puertas
de los comercios, o en la de la gasolina.
Si va de compras, en las tiendas es
vigilada como potenciales ladronas, en otras hay que esforzarse por lograr el
contacto visual que conquistara la atención de algún vendedor; y en si entra a
otra le advierten que no tenían punto de venta antes de darles la bienvenida.
En casi todas se banalizaba la descortesía.
Si abrimos espacios de dialogo para
habla de la violencia, se hará ante una audiencia violenta, porque la ejercemos
sin armas continuamente y hasta sin darnos cuenta. Hemos aprendido a negociar
con nuestra propia rabia, la tensión que vivimos se respira hasta en la compra
de una empanada.
Es cruel sonreírle a quien te maltrata,
porque de no hacerlo las consecuencias pueden ser peores. Es un exabrupto
negociar la prestación de un buen servicio partiendo de la sumisión. Cada cola
que vez, cada atropello que vez, es un golpe a la decencia: a nadie le importa
cómo te sientas, a las autoridades solo les importa mantener su poder.
Debemos hacernos conscientes de lo
inaceptable del maltrato como norma. Sino no lo hacemos seguiremos ejecutando
pequeñas venganzas que fomentaran otras, sin saber cómo empezar a cambiar, en
un ciclo terrible de negación al progreso, amparándonos en los distintos que
somos o dejándolo en manos de los que gobiernan la solución. Aquí estamos, en nuestra ciudad y de
nosotros depende el cambio.