Los correos que
Érika envía antes de emprender un viaje están llenos de datos, teléfonos,
locaciones y horas de grabación. Diseña el programa como quiere que se vea y
así se lo traduce al resto del equipo en un guión que al parecer nadie quiere
leer a tiempo, pero al que ninguno le falla en el momento indicado.
Cuando
Érika y yo nos conocimos, hace un tiempo ya, nos quedó la intención de viajar
juntas en algún momento. No sabíamos a dónde, ni cuándo, solo que lo haríamos.
Y fue así como cualquier día de noviembre me llegó a mi uno de esos correos con
una pauta de grabación a seguir y la garantía de conseguirnos un jueves, por
ahí, para salir todos en una van que nos llevaría por una semana a recorrer
Maracaibo, en el estado Zulia, y Boconó y sus alredededores, en el estado
Trujillo. Así, yo iba a poder ver de cerca cómo es que Érika Paz aparece todos
los domingos por Globovisión con “Los cuentos de mi tierra”.
Ella,
que no llega a la hora que dice, pero que está puntual siempre en las historias
que quiere escuchar, me había dicho que ir con ellos en esta travesía era como
formar parte de una banda de rock de los 70s, que viaja por el país y toca en
tabernas. La descripción me gustó y me imaginé despeinada y despreocupada
mirando por la ventana los paisajes que desandaríamos, inmersa en los cuentos
que estaba ansiosa por escuchar.
Muchas
cosas suceden detrás de una cámara. No se ve en pantalla todas las veces que
suena el teléfono para resolver imprevistos, el juego de cables, piezas,
micrófonos que adornan la habitación de cada hotel o posada donde duermen, cómo
va escribiendo el guión a mitad de camino o las largas horas de edición que la
mayoría de las veces roban madrugadas. Hay insomnios y cansancios que
gratifican y este es uno de ellos.
El
viaje comenzó incluso antes de encontrarnos. Nos esperaban poco más de ocho
horas de camino y en la van había espacio suficiente para los cinco integrantes
de la banda: Érika, la vocalista; Raymar, sus dos manos; Chicho, el camarógrafo
más consentido; Alberto y su inocencia como asistente de cámara y José, a mando
del volante y que como un tecladista itinerante emprendería, al igual que yo,
este viaje por primera vez. Era el
interior de la van un viaje en sí, una mezcla de conversaciones que solo se
daban allí, un ronquido reposado, un paisaje constante, una música que, a
veces, cada quien callaba al sumirse en una propia. Era sueño, risas,
recuerdos, preguntas.
Érika
se pasea por las páginas de un cuaderno cuyas hojas el tiempo ha teñido de
amarillo. Va de un lado a otro, revisa y pega información, coteja datos y
descarta. Cuenta, con una sonrisa que la abarca completa, que su hija menor,
Paola, asume esa tarea con responsabilidad y diversión. El cuaderno está
dividido por estados, es todo un país y en él guarda los años dedicados a
recorrer Venezuela, que ya son muchos, más de diez. “Paola agarra el cuaderno y
ya sabe qué hacer. Yo lo tengo desde hace años, el mismo. ¿verdad, Ray?”
Entonces, sin darse cuenta, o quizá sí, imita la voz de Jessica, su hija mayor
y también el talante de Carlitos, el príncipe del medio. Me parece que ver
paisajes, es ver a sus hijos. Los recuerda, los imagina, los llama, los
consiente y les promete que se van a ver pronto, en unos días. El ritmo de
trabajo, la vida en sí, los mantiene viviendo en ciudades distintas. Érika
termina un viaje y viaja a verlos y verlos es borrar el cansancio del camino.
Cuando
decidió, años atrás, que su programa se llamaría “Los cuentos de mi tierra”, es
porque sabía que se iba a detener a escuchar historias que para los demás pasan
desapercibidas. Venezuela se le metió por los poros y le brota desde adentro, a
pesar de haber nacido en Colombia. No hay fronteras en lo que hace y supo,
desde siempre, que la tierra en la que cree necesitaba hablar, pero sobre todo,
que la escucharan. Hay convicción en sus palabras, es un cúmulo de cuentos que
no caben en el espacio de un programa de televisión y por eso los escribe y los
tiene ahí, esperando que tengan la forma delineada de un libro.
Esa
banda de rock que va viajando por el país, no desafina; ni siquiera conmigo a
bordo improvisando una que otra canción. Observar lo que hacen es un viaje
dentro del viaje; una manera de reconciliarse siempre, cada vez.