En esta columna,
Roberto Savio, fundador y presidente emérito de IPS, y editor de Other News,
sostiene que hoy en día es evidente que el sistema democrático se está
descomponiendo y necesita ser reparado. Pero esta democracia en declive, con
tan pocos estadistas y tantos políticos, ¿será capaz de asumir la tarea? Esta
es una cuestión que, por desgracia, necesitamos empezar a afrontar.
Opinión. IPS. Roberto Savio.
El
último estudio global realizado por la Encuesta Mundial de Valores sobre la
solidez de la democracia en 2015, arroja datos sumamente preocupantes. No
obstante, ha sido ampliamente ignorado, excepto por el diario estadounidense
The New York Times, que publicó un informe especial. Según la autorizada
institución, en Estados Unidos, el número de ciudadanos que aprueban la ley que
legaliza la tenencia de armas, ha pasado de uno cada 15 en 1995, a uno cada
seis en 2015.
Mientras
entre los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial, 72 por ciento asignó a
vivir en una democracia el valor más alto, para los nacidos después de 1980 la
cifra se redujo a menos de 30 por ciento. Cuando se observa el costo de la
campaña presidencial en Estados Unidos, que se acerca a los 4.000 millones de
dólares, se descubre que un pequeño grupo de donantes -130 familias y sus
negocios- han proporcionado más de la mitad del dinero recaudado durante junio
por los precandidatos republicanos.
La
proporción es aún más baja en Europa oriental, donde alcanza solo a 24 por
ciento. En esa región, el nivel de ingresos, un trabajo seguro y la posibilidad
de una jubilación, son más importantes que el tipo de régimen bajo el cual
vivir.
Existe,
por supuesto, una explicación generacional. La democracia fue un tesoro a conservar
para quien vivió los horrores de la Segunda Guerra Mundial. La generación más
joven tiene solo una idea intelectual de lo que significa vivir bajo una
dictadura, no una experiencia de vida. Como dijo Altiero Spinelli en la
posguerra, ahora todo el mundo duerme sin temor a ser despertado durante la
noche.
Pero
el debate es más complejo. Se acepta como una verdad incuestionable que una vez
que un país se convierte en democrático, un sistema alternativo de gobierno no
es más posible, ya que los ciudadanos ven la democracia como la única forma
legítima de gobierno. Esta
teoría presupone que la democracia y el crecimiento económico y social marchan
paralelos y, por ejemplo, vaticina que cuando China tenga una vasta clase
media, necesariamente entrará en un sistema multipartidista.
Existe
ahora una creciente corriente de opinión acerca de las carencias e ineficiencia
de la democracia. En tiempos del gobierno militar chileno (1973-1990), había
quienes exaltaban las ventajas del “modelo chileno”, así como ahora algunos
sostienen que el “modelo chino” es mucho más eficaz y productivo que el
engorroso sistema democrático.
En
la propia Europa, tenemos al húngaro Viktor Orbán, primer ministro de un país
excomunista, que critica públicamente la obsolescencia de la democracia
parlamentaria. Y Orbán ha sido elegido democráticamente.
Rusia
es el caso más estridente. Vladimir Putin, que es el modelo supremo de la
autocracia, tiene un apoyo popular de cerca de 80 por ciento. Es hora de
reflexionar sobre las causas de la decadencia de la credibilidad de las
instituciones políticas. ¿Es solo un problema generacional o es que la legitimidad del sistema político
está cada vez más en tela de juicio?
Cuando
se observa el costo de la campaña presidencial en Estados Unidos, que se acerca
a los 4.000 millones de dólares, se descubre que un pequeño grupo de donantes
-130 familias y sus negocios- han proporcionado más de la mitad del dinero
recaudado durante junio por los precandidatos republicanos. La realidad parece
diferente de la democracia vibrante, el faro del mundo, que la retórica
estadounidense proclama permanentemente.
Un
estudio publicado en The New York Times por los politólogos Martin Giles y
Benjamin Page, señala que mientras los grupos de interés y las élites
económicas fueron muy influyentes en los últimos 30 años, las opiniones de los
ciudadanos comunes no tuvieron prácticamente ningún impacto, concluyendo que
“en Estados Unidos, la mayoría no gobierna”.
Es
evidente la creciente desconexión entre los ciudadanos y la política
tradicional. Las mismas sorpresas han surgido en Europa, con el acceso de
Jeremy Corbyn, en Gran Bretaña, y Alexis
Tsipras, en Grecia, exponentes de izquierda radical. Es poco probable que los partidos
tradicionales logren la mayoría en España. Mientras tanto, los partidos de
extrema derecha siguen aumentando. El neonazi Aurora Dorada es tercero en
Grecia, por ejemplo.
Las
dos líneas de fractura en la Unión Europea (UE): la brecha entre el Norte y el
Sur de Europa con respecto al modelo de gobernanza económica (austeridad contra
el desarrollo) y la brecha entre Europa Occidental y Oriental sobre la
solidaridad (refugiados), está oscureciendo la legitimidad de las instituciones
europeas. El
hecho de que en una noche un grupo de personas decide en Bruselasel destino de
millones de ciudadanos, sin ningún tipo de consulta, está creando una tercera
división, más profunda y más seria que las otras dos.
El
hecho de que los dos primeros rescates griegos fueron básicamente concebidos
para beneficiar a los bancos franceses y alemanes, dejando muy poco a la
economía helena, ha aumentado la percepción de los ciudadanos que los bancos
son más importantes que las personas. Este
año 3.178 banqueros europeos recibieron más de un millón de euros, de ellos
2.086 en Gran Bretaña. Las personas con abundante riqueza líquida, unida a la
casa y otras propiedades, sumando más de un millón de dólares, ascendió a 14,6
millones en 2014, un incremento de siete por ciento con respecto a 2013.
Lo
que es nuevo en los últimos años, es que instituciones conservadoras, como el
Fondo Monetario Internacional (FMI), han estado advirtiendo que el
ensanchamiento de la brecha social constituye un freno para el crecimiento
económico, haciéndose eco de un estudio de la Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos (OCDE).
El
último estudio del FMI advierte sobre la reducción de la clase media y el
aumento de pobres y ricos, claro que en medidas muy diferentes. Este declive de
la clase media es acompañado por una polarización en la política y el
crecimiento constante de los partidos extremistas y xenófobos, que ahora
recogen votos entre los trabajadores y los menos favorecidos, que antes votaban
por partidos de izquierda, lo que está cambiando por completo el escenario
político.
¿Quién
hubiera creído que Dinamarca, uno de los pocos países que dedica el uno por
ciento de su presupuesto a la ayuda al desarrollo (Estados Unidos solo llega a
0,2 por ciento), bajo la presión del ala derecha del partido gobernante
rechazaría cualquier refugiado en su territorio? ¿Y que Hungría recurriría a
acciones que son una reminiscencia de la época nazi? ¿Y que al mismo
tiempo, Europa Oriental declare abiertamente
que está en la UE solo para recibir ayuda y no dar nada?
El
sistema democrático adquirió legitimidad por su capacidad para apoyar a valores
como la justicia, la solidaridad y el desarrollo general de la sociedad. No hay
precedentes históricos para prever que puede pasar en un contexto en el que los
ciudadanos vivan un deterioro social y económico durante décadas y los jóvenes
no vean un futuro claro. Pero
sí que hay precedentes históricos que nos dicen que las sociedades en crisis
pueden caer fácilmente en regímenes populistas y autoritarios, especialmente si
las élites ricas apoyan ese camino.
Ahora
debe estar claro para todos que el sistema se descompone y necesita ser
reparado. Pero esta democracia en declive, con tan pocos estadistas y tantos
políticos, ¿será capaz de asumir la tarea? Esta una cuestión que, por
desgracia, necesitamos empezar a afrontar…
Editado por Pablo Piacentini