Crónica.
ALJER. Alto Apure.
Año 1935.Olegario Iscariote, para ese
entonces era el comisario de Guacalito, municipio Báez del estado Atures.
Siempre bien dispuesto y diligente a defender los intereses de su comarca, o
mejor sus intereses y el de sus mandaderos. Pronto Guacalito se alborotaría con
la llegada de las empresas petroleras, a las que en otras regiones llamaban
“Las Contratas”.
En la mañana fresca de diciembre
llegaría a la aldea campestre una peregrinación de camiones Ford 350, cargando
en sus rústicas y aceradas plataformas modernos equipos de exploración sísmica.
La curiosidad rompió la cotidianidad y sosiego de aquellos pocos habitantes,
tan distanciados de la civilización como los ancestrales y valientes aborígenes
que descubrió el almirante Colón o ellos al genovevo.
En las puertas laterales de los
vehículos resaltaban el logo de Shell Corporation y Exploraciones Venezolanas
Rapaces. Al encuentro de los forasteros sale el sagaz Olegario catando un café
humeante recién hecho, preguntando a quien fungía como jefe de aquella
caravana:
-¿En qué puedo servirle señor forastero?
soy la máxima autoridad del pueblo, abogado y juez, a sus órdenes.
De inmediato un hombre de unos 55 años
tintina:
-Por órdenes expresas del munificente
presidente del estado comienzan las exploraciones petroleras en Guacalito, por
lo que, requerimos de su total colaboración para desalojar a los guacalitenses
a otra parte que aún no se sabe dónde.
El viejo Olegario, que de menso y tonto
no tenía un pelo (por haberlo perdido en una temprana calvicie) asienta al
momento lo requerido. Su mente aunque carente de inteligencia culta, pero
ricamente dotada de mañosidad y viveza, estructuraría apresuradamente una
añagaza de pensamientos sobre una bendición caída del cielo, pero en verdadero
caso: una maldición del infierno.
Creyendo tener la oportunidad de sacar
partido del asunto, de inmediato colabora con los contratistas en el desalojo
de sus coterráneos, familiares y amigos. Nada le importaba, o tal vez si: La
magnánima comisión de la empresa. Su comadre Rosalbita, la comadrona del
pueblito, una mujer poco agraciada y gorda, le suplicaría con un caudal de
lágrimas que la dejara morir tranquila en su pueblo y en su estancia, en vano
fue la súplica. Ni el haber sido varias veces la partera de su esposa, le valió
la misericordia.
Consumado su cometido, el comisario
Olegario Iscariote respiraba satisfecho por haber colaborado con su parte tan
servilmente. Guacalito era ahora un pueblito silencioso y fantasma.
Melancólicas y polvorientas callecitas gimoteaban el porvenir; las casitas de
avispas, tristes y vacías lanzaban voces ardientes al viento que, oídos lejanos
captaban como ecos perdidos en las estepas. Un par de viejos perros infectos
con sarnas y garrapatas campesinas, como entendiendo lo acontecido, en su
impenetrable y animal lenguaje se comunicaban en silencio, ambos echaron vista
a las solitarias y arenosas correderas, luego se despediría el uno del otro con
un enclenque latido lastimoso, sería el adiós final de aquellos fieles
falderos.
Pero resulta siempre que lo que se hace
en esta vida temprano o tarde se paga. Decía alguien: La vida es un refectorio
con importe incluido. Esta máxima popular es de una gran de verdad. La única
casa que faltaba por desalojar era la de Olegario; el jefe de la contrata con
mirada seria e intimidante le informa al esperanzado colaborador:
-Señor encargado de Guacalito, gracias
por su ayuda. Cumplo con informarle que usted también tiene que desalojar el
poblado en las próximas horas. Balbuceando, Olegario apenas
articularía: No puede ser; eso no es para bien, a mí no me toca, yo los ayudé,
soy el comisario, estoy con ustedes. Reacio a cumplir, fue obligado, atado de
pies y manos a salir de Guacalito. Bajo el zenit solar pasaba por su atrofiado
y confuso instinto: Y yo que ayudé a desterrar a mi gente, a destruir a mi
pueblito, pensando siempre en mi beneficio y ni siquiera en el de mis hijos.
La culpa no tendría descanso en su
viacrucis de mea culpa. No muy lejos caería Olegario Iscariote en una hondonada
engañosa, desapareciendo no ahorcado como el apóstol que traiciono a Cristo,
sino en la ciénaga y el légamo del desprecio y la indiferencia de su gente.
Atrás quedaba un fantasma, un pueblo desterrado, humillado y desvanecido a
causa de la soberbia y ambición de uno que no fue y nunca más será…
ALJER.