Columnista.
Augusto Guevara. Opinión.
La
proximidad de las elecciones regionales me impulsa a escribir estas líneas
sobre el importante rol de la Primera Dama en el devenir político y social de
la nación, así en el ámbito de lo nacional como en lo estadal. Contiene cuatro
entregas.
El
siglo XIX en lo nacional
La
sociedad venezolana y el quehacer político de la época no pudieron percatarse
de la importante obra social que la Primera Dama podía desarrollar. Sin
embargo, son dignas de mencionar tres de ellas quienes se destacaron por su
lealtad y habilidad para crear ese benéfico ambiente de paz en el hogar que es
tan importante para los hombres de acción. Me refiero a Doña Dominga Ortiz,
Doña Ana Teresa Ibarra y Doña Jacinta Parejo, esposas respectivamente de los
generales José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco y Joaquín Crespo.
La
lealtad de Doña Dominga Ortiz
En
el año 30 del siglo se registra la primera pareja presidencial de la Venezuela
republicana y son sus actores el General en Jefe (ese sí que lo era) José
Antonio Páez y su señora esposa, Doña Dominga Ortiz, llaneraza como su ilustre
marido y, por ello, fiel, leal, abnegada y digna hasta el fin.
No
disfrutó ella las mieles del poder; el apuesto, prestigioso y cargado de glorias,
general de apenas 40 años de edad, encandiló a muchas damas en la capital,
bellas, elegantes, refinadas y con mucho donaire y gracia, también ellas
impactaron la pupila de nuestro querido y respetado centauro. Percatóse Doña
Dominga que algo inconveniente para ella estaba por ocurrir y optó por lo que
le aconsejaban su dignidad y su decoro: se marchó a ese lugar en el llano que
ella llamaba “mi monte”. Pero los años pasan y la línea inexorable (ascenso,
estabilidad, descenso) que marca el éxito de los hombres, no podía excepcionar
al más prestigioso y bravío de nuestros militares y en 1863 es militarmente
vencido y encarcelado. Aparece entonces Doña Dominga, ¡Oh lealtad la de la
mujer venezolana!!!, ella asume la defensa del ya no tan joven ni tan apuesto
general.
Lograda
su libertad, el centauro, agradecido, como corresponde a un gran señor del
llano, la invita a que vivieran los dos en el extranjero, “No” le contesta Doña
Dominga, “vine a buscar tu libertad porque es mi deber, obtenida la misma, me
regreso a mi monte, adiós”. Y aquel adiós fue para siempre. Merece respeto y
merece ser escrita la historia de aquella Primera Dama.
Doña
Ana Teresa Ibarra
La
exquisita dama y “El Manganzón”
En
el 70 asume la presidencia el General Antonio Guzmán Blanco, valido del
Mariscal Juan Crisóstomo Falcón, líder de la Causa Federal y enriquecido
ilícita y abruptamente por la negociación del empréstito inglés, años atrás y
fracasado su intento de desposar a una hija de José Tadeo Monagas, plan
concebido por su padre, Antonio Leocadio Guzmán para obtener la presidencia por
la vía expedita, había contraído nupcias con la señorita Ana Teresa Ibarra, una
de las más bellas caraqueñas de la época. A este presidente Guzmán Blanco le
encantaba masajearse su ego y se mandaba a esculpir estatuas que le costaban
mucho dinero a las exhaustas finanzas de aquella Venezuela todavía arruinada
por la guerra.
Los
caraqueños siempre chuscos, lo bautizaron, valiéndose de una de aquellas
estatuas, “el manganzón”. Para seguir alimentando su ya inflamado ego se hacía
llamar, y en ello también gastaba fuertes sumas de dinero del erario público,
“el ilustre americano”. Doña Ana Teresa, exquisita dama de refinado gusto,
sufría lo indecible por aquellas hipérboles de singular ridiculez; pero solo eran
aquellas las razones de sus pesares. Aquel ilustre americano, a quien yo
prefiero llamar el ilustre cínico, tenía una conducta clandestina de lo más
reprochable que la Primera Dama, para su desdicha, conocía y tenía que
imponerse en función de su hogar y de su rol de Primera Dama. Ese no es el tema
de este trabajo, por lo que allí se queda. Lo rescatable, lo que interesa, es
hacer notar el importante papel que en aquel momento y circunstancia jugó una
gran venezolana, acompañando hasta el fin, aún hasta aquella atolondrada
estadía en París, a aquel maniático y, además, hasta haciéndolo quedar bien, lo
que era casi una misión imposible, por eso merece sitial de honor en el elenco
de Primeras Damas de Venezuela.
Doña
Jacinta Parejo
Para
cerrar el ciclo del siglo XIX, anoto que en el 84 asume la presidencia el
general guariqueño Joaquín Crespo, el Tigre, como le gustaba hacerse llamar.
Este presidente sí que fue un fiel y leal esposo de la Primera Dama, Doña
Jacinta Parejo, dotada, rara virtud en la época, de gran sensibilidad humana y
social; a Doña Jacinta le mortificaba -misia Jacinta le decían los caraqueños
agradecidos- el lamentable estado de salud de los habitantes de la capital,
sobre todo la de los de menores recursos, especialmente de los niños famélicos
y enfermizos.
El
gobierno no contaba con los recursos económicos que le permitieran hacer frente
a tan acuciante asunto. Doña Jacinta, pertrechada de una singular inteligencia,
pensó que recursos no habrían, pero frente había que hacerle al asunto. Se
empleó a fondo pensando en la búsqueda de una solución y consiguió una que tan
eficaz no sería, pero que podía atender al menos la angustia y la impotencia de
los enfermos; tampoco era extraña en la época la receta de la Primera Dama.
Los
brujos de Doña Jacinta
Contrató
los servicios de un brujo, Thelmo Romero, quien, con denuedo e impulsado por
Doña Jacinta y dotado de la labia connatural a los profesionales de su oficio,
se dedicó a curar a aquellos enfermos pobres de Caracas, y lo logró en porcentaje
significativo, aunque fuera solo en los componentes angustia e impotencia.
Durante
los últimos años del siglo XX y los 17 que corren del siglo XXI, las
autoridades venezolanas han reivindicado la aparentemente simple solución de
Doña Jacinta. Han importado desde alguna ínsula del Caribe a miles de brujos a
quienes, a diferencia de Thelmo, se hacen pasar por médicos y andan por allí
matando más que curando. Pronto llegará el momento de repatriarlos cuando
restauremos la democracia.
Doña
Jacinta y sus brujos fueron al menos honrados y nunca intentaron engañar a
nadie con fementidos títulos universitarios. Aquellos quisieron genuinamente
hacer el bien, aunque la escasez de dinero se lo dificultaba. Estos han querido
engañar sin necesidad porque el dinero sobra aunque los escrúpulos escasean.
@aguevaraanzola
augustoguevaraa@gmail.com