Crónica. ALJER. Alto Apure.
Era Gómez presidente,
y en Apure Pérez Soto,
el prefecto del pueblito
era un tal Santos Padilla.
Pueblito de cuatro calles
no quiero perder la rima,
las casas de bahareque
las poquiticas que habían.
Las calles eran barriales
que daban a la rodilla,
una iglesia, un botiquín,
un cuartel y pulpería,
un terraplén para el río
era lo que se veía.
Bajo los medrosos rayos solares de
una mañana agustina de 1920 atracaba al Puerto El Gamero (Guasdualito-Apure) el
estruendoso steam boat rebautizado en costas patrias como Vapor Arauca,
perteneciente esta embarcación a la Compañía Anónima de Navegación Fluvial y
Costanera de Venezuela (CAVN), cuyo principal accionista y copropietario era el
presidente Juan Vicente Gómez. La ardua travesía de esta nave de chapaletas
alimentadas por calderas se inicia en 1913, e incluía la ruta: San Fernando
(Apure)-Puerto Nutrias (Barinas)- Palmarito (Apure) - Guasdualito. Este
itinerario fluvial era la actividad comercial más importante del país para la
época. En cuanto al diseño de la embarcación, el mismo era de un prototipo
piróscafo nacido de la tentativa de 1543, por parte del español Blasco de Garay
de propulsar la galera “Trinidad”, y que alcanzarían su máximo esplendor en las
últimas cuatro décadas del siglo XIX, en el estado de Tennessee (USA).
El Vapor Arauca como sus otros
hermanos de la flota CAVN, fue ideado originalmente para el transporte de
materiales de construcción, suministros, alimentos, equipos y motores de
mediana dimensión; pero además de esto, en regulares ocasiones era utilizado
para el traslado de fuerzas gubernamentales a los puntos fronterizos
incendiarios, con la finalidad de sofocar las intentonas gaulescas y, combatir
a cuatreros y salteadores que azotaban a los pequeños pero estratégicos
poblados.
Todo un acontecimiento resultaba
la llegada del Vapor Arauca a las costas del río Sarare. Ya era tradición que,
previo al arribo de cada steam boat se decretara (formal o informalmente) día
de júbilo en el pueblito de cuatro calles fangosas, en la que una rustica
iglesia, un cuartel, una botica y una pulpería eran los principales elementos
del enclave ribereño. La nutrida concurrencia de los pobladores al atracadero
fluvial en esa mañana del 15 agosto se debía a dos razones particulares; la
primera: la llegada de alimentos, bebidas y artículos que eran pagados en
morocotas o transadas en modalidad de trueque (enseres por cultivos y alguna
que otras veces por carne vacuna); la segunda: la llegada del general y
presidente del estado Apure, general Vicencio Pérez Soto (1918–1921). Mención
aparte pero en el tenor comercial, es importante señalar que, el negocio de la
pluma de garza en esta parte del estado no fue tan significativo como en el
medio y bajo Apure.
Según la oralidad y algunas
fuentes bibliográficas, en esos años actuaba y dispensaba en Guasdualito como
jefe civil Julio Olivar, igualmente en los predios hacía de las suyas un
coronel de nombre Epifanio Gutiérrez, san fernandino llegado a Periquera como
pacificador y, que luego se convertiría en un secuaz del régimen conocido con
el alias de “Manotano”. Era la época en que los regentes locales se sentían
dueños y amos de sus comarcas y contornos, no en valde el novelista Rómulo
Gallegos incluiría en su excelsa obra Doña Bárbara al personaje Ño Pernalete,
como la personificación deshonrosa de la virulenta epidemia de jefes civiles
que se aprovechaban a diestra y siniestra de los incautos e indefensos
pobladores provincianos. Sin embargo, no tardarían las acciones y vejámenes de
Epifanio de llegar a oídos de la máxima autoridad del estado.
Dispuso Pérez Soto tomar cartas
directas en el asunto, a sabiendas de lo peligroso y hábil de su antes protegido,
ya en varias ocasiones había enviado a algunos de sus emisarios a dar
escarmiento al cacique local, cayendo los mismos ante el imperturbable pulso y
certero gatillo de Manotano. La orden que giraría al jefe civil, era clara y
concisa: eliminar de cualquier forma al ya problemático militar. No obstante,
conociendo el coronel Olivar y sus hombres, a la clase de persona al que se
enfrentarían, las precauciones en el caso eran extremas. Lejanos no estaba el
día en que este Olivar se plegara a la causa rebelde.
El recopilador oral e investigador
apureño Luis Felipe Martínez Veloz, en su obra Guasdualito en la historia,
referente al hecho expresa: “En esos días Pérez Soto había regresado del Alto
Apure en visita oficial y se dijo le había montado una trampa a su más fiel
esbirro, porque ya le ofendía tenerlo a su lado”. (Sic) (2010:19).
Lo expresado en el párrafo
anterior concuerda con los relatos orales de las diversas fuentes consultadas
en el transcurso de los años. En su estadía en la capital del Alto Apure, el
general Vicencio Pérez Soto, hospedado en la casa de unos italianos llegados de
Provenza, era informado de las tropelías y abusos de su subordinado militar.
Sin perturbación y, con la mirada distante pero presente, mientras oía las
quejas de algunos pobladores - degustando un vaso de brandy escoses con una
mano y, en la otra con su infaltable tabaco isleño- planificaba la forma de
desparecer al sevicioso esquirol. Mientras tanto, el deleznable Manotano,
llegaba a Guasdualito por la vieja Calle Real. Con no poca curiosidad observó
en el cielo una caterva de zamuros sobrevolando la iglesia, como un presagio en
el devenir exclamaría: “Veo la muerte como volando cerquita”.
El otrora intercesor y secuaz
pistolero, luego de ajustarse el cinto de su revólver, sin despabilamientos
marcharía imperturbable junto a sus hombres, al Puerto del Gamero, con un
pensamiento entre ceja y ceja: enfrentar y matar a sus justicieros. Lo ocurrido
luego, es digno de un guión de las películas del oeste norteamericano. En el
botiquín de Eufrasio Rodríguez, el coronel Manotano era el invitado honorable
en el festín de su muerte. Allí fue citado y atendido por el jefe civil Julio
Olivar; en su nombre se dispuso de un banquete criollo, que incluía ternera y
demás gastronomía llanera. Conocido era la apetencia del casi difunto por las
frugales comidas, las que sobre sazonaba con más sal de la permitida por el
paladar humano. Al pedir a los sirvientes el salero para condimentar un
costillar, oiría la voz del propio general Vicencio Pérez Soto: “Tráiganle la
sal al coronel Manotano, para que le agarre más gusto a la muerte”.
Las balas no se hicieron esperar,
bien conocida era la determinación en momentos apremiantes del general
tocuyano, a la par, su fama y agilidad con el revólver estaban bien ganada.
Esta vez sería con un fusil Wicnhester Repeating de la Arms Company, que
enviaría a otra dimensión y sin pasaporte de regreso al temible esbirro
Manotano, quien en un intento por desenfundar su pistola automática Colt
government de 1911, quedaría inmóvil y frio con la garganta destrozada por el
mortal plomo acertado por Pérez Soto, cayendo desangrado y sin vida en el piso
del lupanar. Otro trago de brandy, bajaron los nervios, el ecuánime militar e
intelectual gomecista luego de vociferar: ¡Viva Gómez y adelante! ordenaría a
sus hombres sacar el cuerpo e ir a enterrarlo. Luego continuaría la música de
arpa y la tertulia a baja voz sobre lo acontecido. El segundo de Manotano,
llamado Darío Liscano, ausente en el lugar de los hechos, al conocer la noticia
embarcaría en una chalupa rápidamente con rumbo a El Amparo y de allí a
refugiarse en tierras neogradinas.
El cunavichero Antonio José
Torrealba “El hombre que se creía caballo” registraría en su Diario de un
Llanero lo siguiente:
Ese día cayó un aguacero como de
dos horas. Cuando los enterradores llegaron a la fosa donde habían dejado a
Manotano, lo hallaron sentado en el hoyo, con el agua al pecho, al ver a la
gente dijo con voz desfallecida “No me enterréis vivo que no quiero que se cumpla
una maldición que me echaron en una oreja una vez”. Como no estaba muerto, lo
montaron en una carreta para llevarlo al centro asistencial, pero una perra en
celo mordió al buey en una pata y este corcoveó, sacó al herido “y quedó con la
cabeza en el suelo y los pies amarrados y empezó a corcovear y a pisarlo y
sacudíendolo contra el suelo; lo primero que hizo fue sacarle los ojos con los
cascos traseros. Después emprendió la carrera con el hombre a rastras; lo
cierto fue que, cuando pudieron agarrar al buey no tenía Manotano ni cabeza, ni
corazón ni costillas, ni bofe. (Diario de un llanero. Antonio José Torrealba,
tomo 5, pp. 65, 66, 67).
La muerte del coronel Epifanio
Gutiérrez sentaría un alivio para los pobladores de Guasdualito, sus acuciantes
tropelías llegarían a su fin de la forma más prolija, dolorosa y sangrienta. No
obstante, la quietud y el sosiego no serían por mucho tiempo. El 18 de Junio
del siguiente año (1921) un día antes de la dantesca batalla de Guasdualito,
varios recordarían en la plaza Bolívar la muerte del pacificador, el mismo que
había repelido con regular éxito algunas intentonas antigomecistas: al
tristemente célebre Manotano.