Por José Ángel Jiménez Pèrez.
En medio de la inmensidad del llano, donde el sol quemaba más que un horno y el viento parecía tener más historias que un anciano en su mecedora, estaba Juan. Desde que el día empezó con el pasto reseco y las vacas rebeldes, Juan había sentido que su estómago se le había quedado vacío y le tronaban hasta las lombrices del hambre.
Justo cuando ya pensaba que iba a tener que comerse a las propias vacas, encontró a un vendedor de perros calientes. Con una sonrisa que parecía más la de un bandido que la de un comerciante, le dice:
— Primo, le tengo algo bien bueno... hamburguesa rellena de piña.
Juan, desconfiado pero desesperado, se le quedó mirando con ojos como sacos de carbón. Al fin, pensó, si me voy a comer algo, que sea con humor negro. Así que le dice:
— ¿Y eso qué es? ¿Una hamburguesa de piña con más amor que cerebro?
— No, hombre, esta es comida de verdad— respondió el vendedor, más con picardía que con servicio— lleva pan jabón, queso, tocineta, huevo, papita, pechuga, tomate, salsa de tomate, mayonesa, mostaza, sal... y todo envuelto en una sonrisa de burro.
Entonces, el vendedor le explicó la receta con entusiasmo:
Se coge una pierna de pollo (pichón de pechuga, si quieres que quede jugosa).
Se sazona con sal y un poquito de salero del llano (porque aquí no hay de otra).
Se rellena con una rodaja de piña enlatada, preferiblemente dulce y jugosa.
Se envuelve todo en una capa de queso derretido, que se derrite y cubre la piña como si fuera un cobertor de lunares.
Se envolvía en tocineta, porque en las costas del llano, más vale que sobre y no que falte.
Se pasa por huevo batido y se fríe en grasa bien caliente.
Se pone en un pan de esos de jabón, que son duros pero ayudan a que no se desmorone la comidad.
Se le añade un toque de salsa de tomate, mayonesa, mostaza y una pizca de sal del canto.
Juan, entre risas y un poquito de duda, decidió probarla, porque en el campo, a veces, la única opción es reírse del hambre y ponerse creativo. Se la comió con la esperanza de que, al menos, esa piña le diera un poco de dulzura en medio de tanto polvo y sudor.
Y así, entre humor negro y una sonrisa para la vida, Juan siguió su camino, recordando que en el llano, con hambre y todo, siempre hay una historia que contar, y que a veces lo más simple, como una hamburguesa rellena de piña, puede salvar el día.
Abg. JOSE ANGEL JIMENEZ PEREZ
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